Con el facón en la cintura

Antonio tiene dieciocho años, ya es un hombre. El padre murió unos meses atrás en un episodio confuso. Dicen que fue un accidente, pero la bala que recibió en su nunca declara muchas otras versiones posibles. Tampoco estaba su caballo. Los españoles para quienes él trabajaba por entonces ya no se encontraban en la finca, a la que diariamente iba Antonio para encontrar movimiento, hallar alguien a quien preguntarle, indagar en los ojos cuáles merecerían alguna venganza. Pero nada fue posible. 

Aquél día vinieron gauchos amigos al rancho para avisarle al menor Rivero que su padre fue encontrado muerto frente a una tranquera, donde trabajaba. Inmediatamente, junto a ellos, fue cabalgando al lugar y desensilló de un salto para caer de rodillas ante el cuerpo de su padre. El hombre estaba boca abajo y tenía un curso de sangre que regaba toda su espalda. Mientras lo inspeccionaba, o mientras se quedaba admirando la escena, uno de los gauchos amigos decía “fue a traición”. El otro, momentos más tarde dijo, “a sangre fría, porque su facón estaba en su funda y en la cintura” a la vez que avanzó hasta donde estaba el muchacho y adoptando la misma posición de rodillas, se lo entregó. En acto reflejo, al igual que lo hacía el padre, lo introdujo entre el cinturón y su carne. 

         Frente al rancho del Río Uruguay. Allí, un atardecer ventoso. Últimos días del invierno de 1827. El viento favorecía la ceremonia. Los dos gauchos amigos del padre, y por ende del muchacho, observaban uno al lado del otro como en formación militar sujetando con sus dos manos sus sombreros, ambos. Antonio se sumergió hasta la cintura en el río cargando a su padre en sus espaldas. Allí, entonces, lo acostó con ternura en al agua, tomó con su mano derecha la misma del padre y con la izquierda iba hundiendo lentamente su rostro. Fue abriendo su mano y el cuerpo de Don Rivero comenzó a dejarse llevar río abajo. Mientras veía sumergirse y alejarse el cuerpo de su padre vio que donde él estaba caían gotas al agua. Recién entonces comprendió que estaba llorando. Se quedó así un buen rato hasta que le pareció que su padre hubiera querido no llorara de ese modo, y menos ante otros gauchos.

         No reparó en cuánto tiempo estuvo allí metido en las orillas del río, llorando, viéndolo partir materialmente al padre. ¿Cuántas veces había buscando en el agua y en el cielo alguna respuesta? Pudo comprobar que había sido un buen rato el que estuvo allí lagrimeando, porque había dado el tiempo, sin notarlo, para que los gauchos amigos ya hubieran preparado un buen fuego donde estaba asándose la carne. Ni bien se acercó, los dos gauchos se pusieron de pie, como para brindarle respeto, el mismo que le tenían a su padre. Uno de ellos lo abrazó rápidamente y no supo qué decirle. El otro le alcanzó una bota de cuero que contenía vino. Antonio los miró a los dos y luego arrojó sus ojos al fuego mientras dejó caer en su boca un trago muy largo. En ese entonces recordó la primera vez que había bebido alcohol junto a él, y esta sería la primera que lo haría contando nomás que con su espíritu. La bota fue pasando de mano en mano y el huérfano pudo estrenar el facón de su padre cortando muy hábilmente la carne. 

         Uno de los gauchos le preguntó qué haría en adelante. El otro le sugirió que sería bueno se alejara un tiempo del pueblo para no andar buscando venganzas ni andar indagando en cuestiones tenebrosas que no parecían tener respuesta. Él les respondió que tenía el rancho y que no podía dejarlo o, que en realidad, no quería desprenderse de todos sus recuerdos, de lo único que había sido su vida hasta el momento. Pero los gauchos le prometieron que cuidarían de lo suyo, a la vez que insinuándole que muy poco era ese rancho tan venido abajo desde que la señora de Rivero ya no lo habitaba. Acto seguido, y para reforzar la sugerencia, le contaron que en los próximos días una embarcación proveniente de la Banda Oriental pasaría por Concepción del Uruguay para dejar algunos productos y para llevar a algunos hombres a Buenos Ayres. Entre los que iban para Buenos Ayres, se hallaba un capitán por ellos conocido, Gervasio, que tenía por destino final las Islas Malvinas, a donde llevaría mozos a trabajar por un tiempo. Que no sería problema decirle que lo llevaran a él con ellos, con trabajo asegurado, porque le debían favores y porque sería fácil convencerle por ser un gaucho joven con visibles aptitudes. 

         Heredado el gesto adusto del padre, una contextura fuerte y unas manos engrandecidas por el trabajo diario, Antonio, sin saber bien adónde quedaban esas islas que le habían mencionado, asintió con la cabeza, sin ánimos de apalabrar algo tan desconocido, pero aceptaba el ofrecimiento. 

         Los gauchos amigos se retiraron y él se quedó observando cómo las llamas iban extinguiéndose. Algunos vecinos de los ranchos aledaños llegaron en silencio y sin interrumpir los pensamientos del muchacho dejaron en cuestión de ofrenda algunos alimentos y cosas preparadas por sus mujeres. Envolviéndolos, un poncho, algo celeste y con unas terminaciones en blanco. Recogió todo aquello e ingresó en su pequeña casa. Cerró la puerta, se acostó, afirmó el facón en su cintura como preparado por si alguien quería también ir por él, y llorando se dejó dormir.

TIN BOJANIC ǀ Patria mía

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