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Adrogué
“Definitivamente; haber nacido en Adrogué talló mi carácter literario”.
Tin
Mi nombre…
«Mi nombre permanece tallado en cualquier empedrado de mis Tierras de Adrogué».
Tin
Once primaveras
Gemidos del corazón
Vocación de servicio
Cuando chico aprendí, con profunda admiración, al verlo salir a mi padre -médico y bombero- correr rumbo al cuartel de bomberos voluntarios qué es la vocación de servicio. Hay motivaciones que sólo comprenderán los espíritus nobles.
Y así por fin
El espectro de una luz atrapada,
¿cuál es la dirección correcta?
Como un relámpago de sucesos
el límite es el cielo.
Por un beso en travesura
Las manos se toman temblorosas.
- (Cadáver exquisito con Emilia Cantaora en las Tierras de Adrogué)
¿Cómo es la vida?
A Daniel Negro Buela
Hoy y a la distancia percibo el llanto del alma de mi pueblo, de mis Tierras de Adrogué. Porque hoy se nos fue, porque hasta aquí nos acompañó el Negro. A mi pueblo le faltará por siempre una parte de la magia elaborada en preciso elixir de aquello que es lo que te hace querer, de lo bello que uno cuida al recordar, y de esa otra cosa inefable que duele al extrañar cuando nos lo permitimos.
Tengo ganas y necesidad de llorarte, pero en complicidad con la alegría de haberte tenido, y parece que el hacerlo será el más pequeño de los homenajes que deberíamos hacer en tu nombre. Dejarme hoy extrañar a mi pueblo y ejercitar lo que será extrañarte Negro.
Cuando pibe, con el rugby y en Pucará, escuchaba sus consejos y me divertía con la inagotable fuente de anécdotas que nos contaba como entrenador, cuál padre, y también porque disfrutaba saberse ese amigo cómplice que todos querían sentar a la mesa. El amor y respeto por el universo de la ovalada hubiera sido otro sin él. También, y sé que le gustaría saberlo, nos dejó a todos, creo yo, un verdadero amor por el Uruguay.
Es que salir a darse una vuelta por Adrogué era una oportunidad, un precioso tal vez, de cruzárselo al Negro en algún café, o agasajándose en algún restaurante. Siempre te hacía sentir, al verte, que para él era un momento especial y que desde ese instante estaba abierta su mesa y su corazón. Daba la sensación que estaba por si vos aparecías. Le gustaba hablar y dar su opinión, pero también te dejaba decirle lo que quisieras, aunque se quedara masticando si no le dabas la razón. Valoraba los pensamientos simples y los detalles más concretos que la vida ofrece. Tenía por obligación recordártelo cuando intuía que había que levantarte el ánimo. Ha sido un gran entrenador de la vida.
Ese mismo personaje, con el tiempo, tuvo un sitio aún mayor en mi corazón cuando su hijo, el Catu, se convirtió en uno de mis hermanos. Qué privilegio ha sido tener a un padre y a un hijo por amigos. El destino habrá querido, ahora lo sé, que podamos en el futuro abrazarnos para recordar juntos a ese amigo y padre que se nos fue, pero que estará siempre que nos volvamos a ver.
Todos iremos recordando anécdotas que él, estoy seguro, oirá fascinado a la distancia. Por eso, me animo a comenzar la ronda frente al fogón del recuerdo de alguno de los asados que nos cocinó con la misma dedicación que un profesor organiza la clase que ha de impartir, porque luego llegaría su voz.
Una vez, al cruzarnos por la calle me arrojó un “¿cómo estás?” y en acto reflejo me defendí con un “todo bien” y se enojó conmigo. Me dijo que esa no era respuesta de un poeta y que también debería saber preguntar mejor. Me dejó decepcionado por haberle decepcionado, y me preparé para la próxima vez. Cuando esto sucedió, yo le pregunté “¿cómo es la vida?”; se me quedó mirando y me invitó a tomar un café diciendo que “la pregunta era muy grande y que ameritaba que lo pensáramos juntos”. Desde ese día quizá ya no me vio como el pibe de los botines embarrados y yo sentí que había superado una prueba ordenada por uno de los grandes caciques de mi tribu.
Con lo difícil que se me hace recordar a mi pueblo a la distancia, cuánto más, ¡Negro, carajo!, es sabiendo que cuando vuelva deberé aceptar que ya no estás. Prefiero, en mientras tanto, hacer de cuenta que todavía no pasó nada. Pero para cuando no tenga más remedio que aceptarlo, y para cuando alguien me pregunte “¿cómo es la vida?”, sin lugar a dudas, diré que mucho más triste que cuando era seguro que podía encontrarte en cualquier mesa de un café como si me esperaras.
MMXXII
Costa Dálmata
Necesito encontrarme con mi infancia en una esquina de las Tierras de Adrogué.
Café Trote
Los cafés, las citas. Las cervezas, los amigos. ¿Cuántos libros habré terminado de leer en sus mesas? ¿Cuántas poesías en algunas de sus servilletas? En mi pueblo de Adrogué tuve el privilegio de tener un hermoso café llamado Trote que transformé en biblioteca.
Tren Roca
Yendo hacia Bayres o de regreso a mis Tierras de Adrogué. Cuántas horas de lectura en sus andenes o en sus vagones he pasado. Siempre de pie, aunque fuera el único pasajero.
Caravana Malvinera
A los diecisiete años yo me preparaba en silencio y en solitario para lo que creía sería mi misión inmediata y, quizá, definitiva en mi paso por este planeta. Definitiva no sólo por su trascendencia personal sino que también por mortal. Porque yo me preparaba para ir a la próxima guerra contra el Reino Unido y sus secuaces.
Con mi adolescencia pidiendo sangre me enteré que una Caravana Malvinera partiría desde la Ciudad de La Plata para llegar a Buenos Ayres, terminando su recorrido, en homenaje a los caídos, en la Plaza San Martín.
Entonces, cuando aquella Caravana pasó por mis Tierras de Adrogué, me encontró a mí, esperándola, esperando ver a mis héroes. Siempre que me cruzaba con algún veterano me limitaba a decirle: “gracias”.
Esta vez, mi afán me llevó a comenzar a hablar con ellos, a querer finalmente conocerlos más de cerca, poder hablar con esos granaderos de carne y hueso. Así fue que comencé a hablar con uno al que le decían El Gran Santiago. Y charlamos humanamente, un héroe y yo. Y antes que estuvieran por abordar el colectivo para seguir viaje, me dijo: “Pibe, ¿querés venir con nosotros?”, a lo que respondí, “¡claro que sí!”.
Subí con ellos al colectivo de los veteranos y, exceptuándolo al chofer, yo era el único guerrero no probado allí. Fuimos cantando, charlando emocionados, y yo entre mis héroes, como si fuera uno de ellos. Por eso, en cada parada, en cada nuevo pueblo que arribábamos en nuestro recorrido, al bajar del colectivo entremezclados, y sentir el aplauso de la gente, yo soñaba que por esos instantes alguien pudiera creer que yo era también un veterano, ¡me explotaba el pecho de la emoción!, e intentaba en mi rostro conseguir el gesto mayor adusto posible.
Al llegar a la Plaza San Martín en Buenos Ayres canté con ellos el himno nacional argentino y derramé con ellos mis lágrimas.
Cuando abandonamos la plaza tras los homenajes correspondientes, El Gran Santiago y otros más, me invitaron a compartir con ellos unas cervezas en un puestito de la Estación de Trenes de Retiro. ¡Brindando con mis héroes!
En el momento de despedirme de ellos abracé a cada uno con verdadero afecto, y le prometí al Gran Santiago que le enviaría una carta y algún poema. Así lo hice.
Días después recibí una carta con su respuesta diciéndome: “gracias”, esta vez a mí, haciéndome sentir aún más agradecido por mis héroes.
Međugorje 2013
El tiempo de toda naturaleza
Nos miramos por un tiempo que no llegué a medir. Emocionados por habernos descubierto contemplamos en el otro un espejo mágico de alegría.
Libertario – Dejame guiarte. Mis refugios arbóreos pueden darte lo que buscás.
Yo – ¿Y qué hay de vos? ¿No llegaste a hablar con Jorge Luis cuando estuvo aquí?
Libertario – Quizá mi aspecto grisáceo confunda mi apariencia y lo mal interpretes como canas de cabello de hombre, pero aún soy muy joven.
Yo – No quise ofenderte…
Libertario – No te preocupés, el paso del tiempo es certero. Mis padres siempre me recordaron una frase de quien buscás que reza: “El tiempo está viviéndome”.
Yo – Nada escapa al tiempo. Ningún poder logró detenerlo.
Libertario – Para las aves el tiempo es más importante que “esa desconocida y ansiosa y breve cosa que es la vida”. Nuestra capacidad de volar nos hace sentir ya parte del Cielo. Por ello nos preocupa más de qué manera vivir este parpadeo existencial en este universo. “Sólo perdurarán en el tiempo las cosas que no fueron del tiempo”.
Yo – Estoy a tus órdenes amigo mío.
Le sonreí y él inició de nuevo sus piruetas aéreas, confirmando que ésa era su agotadora forma de sonreír. No parecía extenuarse y, cuando volvió a posarse en mi hombro, no lo hizo para descansar sino para que yo no intentase con mis torpes brazos imitarlo.
Volví a caminar y Libertario me pidió que descendiese a la calle; porque si continuábamos por la vereda no iba a poder evitar detenerse a saludar en todos los árboles a sus amigos.
Continuamos el recorrido por el empedrado de Malvinas, cruzando la segunda intersección de Cosmos hasta llegar a la calle Avellaneda (o Poética). En esa esquina saltó de mi hombro lanzándose en picada y aterrizó en uno de los adoquines de la calle. Con su cabeza me indicaba que me acercara a donde él caminaba en círculos delimitando una sorpresa.
Me arrodillé, apoyando mis manos en el empedrado, y acerqué mi vista a ese lugar que mi compañero señalaba. Encontré escrito: “He dicho asombroso donde otros dicen costumbre”.
Adentrándose
Del niño Rafael, letras con miel
Recuerdo que tenía diez años cuando en el Colegio Stella Maris de las Tierras de Adrogué la maestra nos hizo leer el libro Ramón del escritor uruguayo Roberto Bertolino. Quizá fuera la primera vez que leía unas letras absorbiéndolas profundamente. Por ese entonces ya leía bastante y le encontraba un encanto muy particular y artístico a las letras impresas en el papel. Para mí eran, y lo seguirán siendo, pequeños seres sentimentales que al juntarse, en maravilloso teatro, ansían emocionar al lector.
La suerte o el destino, uno de esos dos arquitectos de la vida, quiso que al terminar la lectura del libro la maestra nos presentara al autor. Desde el anuncio de su visita hasta su aparición estuve ansioso confundiendo inconscientemente ese futuro encuentro con el de mi abuelo escritor Rafael Jijena Sánchez. Conocería a un hombre con el mismo oficio, extraño en cualquier tiempo, que ejerció ese personaje de la familia que no llegué a conocer. No resultaba extraño, teniendo ese legado, que la palabra escritor generase en mí un efecto atrayente que me invitaba a develar un mundo secreto y desconocido.
El día que Roberto fue al colegio me senté lo más próximo a la silla donde él se sentaría para firmar con su puño y letra nuestros maltratados ejemplares. Además de mi maestra vinieron al aula muchas otras, cosa que sorprendió a mi observación, concluyendo se había llenado el aula de mujeres.
Cuando finalmente el escritor ingresó donde nerviosas maestras y extrañados alumnos lo aguardaban, mi mirada lo golpeó con tanta profundidad que el hombre se sentó rendido.
Sonreía mucho y era muy cortés. Vestía saco y zapatos aunque nadie podrá recordarlo con exactitud porque sólo sus ojos de niño atraían a admirados alumnos y seducidas maestras.
Luego que él contase las experiencias con las cuales había decidido escribir, que hoy no recuerdo, me acerqué para que firmara mi Ramón. Como si fuera padre del tiempo y de ese libro que yo le entregaba, lo tomó paciente con sus manos, acunándolo, para luego reposarlo en su falda y escribir: “con la amistad de Bertolino, Noviembre del ’87”.
Olvidando mi aspecto infantil le estreché la mano como lo hace un hombre que sella una amistad. A un hombre de letras se le cree lo que escribe porque sus letras son él. Inmediatamente le pedí su dirección y luego su teléfono porque le dije que un día iría a visitarlo como lo hacen los amigos. Accedió encantado y, dictándome, escribí los datos en la misma hoja de la dedicatoria. Allí quedaron registradas su ternura y mi infancia.
Días después, estaba en mi casa releyendo el libro. Al terminarlo salí ansioso para comprar un cuaderno que sólo utilizaría para escribir poesías. Caminé hasta una librería cruzando la calle y mientras regresaba protegía las hojas de mi futura obra como mi amigo lo había hecho con la suya. Escribí mis primeros versos y fui a la cocina donde no me esperaban muchas mujeres o maestras, sólo estaba mi madre.
Cuando terminé de escribir varias poesías, las cuales algunas tienen títulos al estilo de Ramón, le puse por nombre a ese primer libro, entendiéndolo mejor a mi abuelo, Rafael.
Tierras de Adrogué
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