Despertarse sin haber dormido bien, angustiado, llorando. Levantarse sabiendo que la vida no será igual, no será la misma. Incorporarse en la cama y tener que soportar la insensatez de la soledad para luego tener que vestirse. Tener que elegir una corbata para ir formalmente presentable. ¿Cómo hacer esto? ¿Cómo, además, poder ingerir un café antes de salir? Todo carece de sentido cuando debe hacerse para dirigirse al entierro de una amada mujer con la que un hombre compartía los mejores años de su vida.
La muerte abrazó a Ximena con sus garras sorpresivamente en un accidente. La vida se rindió claudicando, como siempre sucede, sueños compartidos que, ahora truncados, repercuten en las vidas que aún quedan respirando.
Paolo la soñó viva en actos de ensueños breves e interrumpidos por sobresaltos que tuvo que sobrellevar durante la noche. Era cosa normal soñarla con vida, como cosa normal sería negarse a aceptar la tragedia sin acomodar las penas en los cajones de tristezas del corazón.
Sin levantar la mirada del volante, y sólo a través de reflejos, condujo su coche hasta el lugar del entierro. Soportó abrazos y besos de gente que no lograba reconocer. Oía frases entrecortadas y rumores sollozados. Todos confirmaban que ella estaba allí sin vida. Pero si ella estaba allí sin vida, entonces, es que ella ya no estaba allí.
Sólo levantó la vista y aceptó entablar un diálogo con un amigo de la pareja, Marcelo. El mismo que los había presentado cinco años atrás presintiendo que esas dos almas debían estar juntas. Con la naturalidad de siempre intentó consolarlo -cosa inútil- y por ello prefirió acompañarlo en el silencio, en la estupefacción. Se separaron del grupo y se refugiaron de las miradas detrás de unos árboles. Allí le confesó Paolo a su amigo que no se creía lo suficientemente fuerte como para resistir y soportar la partida de Ximena, y menos aún siendo tan repentina. Era el día primero desde la desaparición y ya había pensado más de cien veces en suicidarse. Eso fue la invasión de un terror aún más silencioso que heló sus almas.
Marcelo pensaba a gran velocidad alguna respuesta inteligente, algún camino que pudiera señalar para calmar la angustia de su amigo, la misma que él experimentaba por la solidaridad del cariño. Así, buscando algún pensamiento inteligente y veloz, sin pensarlo dos veces, y sin estar muy convencido, le sugirió que quizá fuera bueno contactarla en el más allá para poder dejarla en paz y él reanudar su vida. Porque casualmente hace unos días recibió por correo una gacetilla que ofrecía, entre otros, este inusual servicio con la leyenda: “el más allá más acá”.
No hizo falta convencerlo. Paolo aceptó enérgicamente la idea de poder lograr contactarse con Ximena. Quizá no para dejarla en paz o para consolarse con un último adiós, sino para planear juntos, tal vez, los próximos pasos de ese suicidio que aún vislumbraba, que aún premeditaba, aunque sin elaborarlo todavía en los campos decisivos de la consciencia.
Subieron al coche que había traído a Paolo y con espanto se alejaron de la escena mortuoria donde extraños personajes y turistas de la muerte hacen excursión cada vez que un alma se libera.
Al llegar a la casa de Marcelo, salieron los dos coordinadamente del coche a buscar en la basura aquella gacetilla que había llegado, tal vez predestinada, al buzón. Y tuvieron suerte, porque allí estaba, algo sucia, la posibilidad de intentar contactarse con los muertos. Al pie del papel había una dirección correspondiente a un barrio peligroso de la ciudad. Pero eso no despertó rarezas, porque hubiera sido menos concebible ir a hablar con la muerte a un sitio con suerte más luminosa.
Una hora después Paolo golpeaba la puerta de un apartamento con señas de abandono, donde sólo había un papel exactamente igual al que tenía en las manos, fijado torpe y torcidamente en la madera.
Una señora muy anciana de trato aniñado los invitó a pasar. Los sentó en una mesa triangular y les ofreció un té verde. Preguntó cuándo había ocurrido la muerte del ser querido y aclaró que si lograban comunicarse no había un precio exacto sino el que sugiriera el alma del solicitante. Rogó, sí, que algo dejaran por ofrenda.
Le hablaron de Ximena, de un torpe accidente que le quitó la vida, y de la desesperación de Paolo ya sin fuerzas para continuar viviendo. Acto inmediato la señora que nunca indicó su nombre, tomó las manos del viudo y cerrando los ojos comenzó a pronunciar unas palabras difíciles de comprender. Eran mezcla de un idioma gutural y de un lamento que parecía absorber alaridos. De pronto, tensó sus manos con lo cual Paolo fijó sus ojos en los de Marcelo. Todos habían comprendido que el contacto se había efectuado. Luego la guía por el mundo del más allá liberó las manos y comenzó a llorar desconsoladamente, como si sus fuerzas la hubieran dejado abandonada.
Paolo no lograba vociferar palabra alguna porque parecía comprender las particulares circunstancias. Pero Marcelo preguntó a la anciana qué sucedía y ella le respondió que no tenía fuerzas ni medios sensoriales suficientes para realizar el viaje espiritual que le permitiera hablar con Ximena, porque ella no se encontraba en el Cielo, sino en el Infierno.
Marcelo se desmayó y la señora intentaba reanimarlo. Mientras tanto Paolo se ponía de pie dejando su billetera, alianza y cadena de oro en una mesa triangular. Con rostro autómata y sin expresar palabra ni sentimiento se retiró del lugar al comprobar que su amigo volvía en sí.
Se sacó la corbata y la dejó caer en la vereda del edificio donde había estado en gesto de claudicación, en un ritual de despedida. Ni siquiera reparó en el coche estacionado cuando comenzó a correr en una decidida dirección. Conocía bien el camino que lo llevaría a una pequeña capilla en ese mismo barrio donde junto con Ximena habían dejado algunas ropas y alimentos en la última Navidad. Corrió unos diez minutos hasta llegar allí y encontró la puerta cerrada, la que abrió con rabiosa fuerza acorde a su necesidad inmediata.
Volvió a recuperar un paso normal caminando hacia el altar. Había poca luz allí, pero él estaba viviendo en unas tinieblas que ninguna luz podría disipar, pero que otra luz podría sí remediar. Así, aún con un rostro inexpresivo, se arrodilló y liberó las primeras lágrimas. Comenzó a hablar con Dios, como acostumbraba a hacer de manera coloquial cual respetuosa. No hacía falta aclararle al Ser Todopoderoso quién era Paolo y no exigiría ninguna explicación por la cual Ximena había sido enviada al Infierno. Desde que la conoció ella le había confesado que su vida no había sido perfecta y que había vivido experiencias que ansiaba olvidar definitivamente al lado de un hombre bueno como él. Pero nunca, tal vez, él había imaginado la veracidad o profundidad de aquella confesión.
Como si pudiera imaginarse el rostro de Dios buscó sus ojos y le habló de su idea de suicidarse para poderse unirse en suerte a su amada. Su suicido sería un pecado mortal pero la misericordia podría perdonarlo y, aún así, no ir al Infierno donde deseaba estar para sufrir junto a Ximena. La vida de ella había concluido y la de él, hasta el momento, había sido en términos naturales bondadosa. Quedaba la posibilidad de vivir el resto de su vida en la maldad para luego ser arrojado a los subsuelos del mundo regido por el Mal. Pero ese plan tenía la insoportable misión de tener que vivir sabiéndola a ella sola ahí abajo. Había que hallar una solución más urgente.
En desesperación religiosa comprendió que Dios no podría unirlos otra vez con lo cual sólo pensó en poder salvarla a ella de su destino. Hizo un pacto con Dios y una promesa fuerte. Sintió ardor en su alma y se desvaneció.
Era insoportable tener que despertarse a la realidad entristecida por la ausencia. La mano derecha permanecía protegiendo una cruz colgada al pecho, como si en eso pudiera entibiar su espíritu. Subió al coche y se dirigió al cementerio. No había más lágrimas, sino resignación, y una aceptación de los hechos. De todas maneras, quería rendirle tributo a quien había sido su pareja en los últimos y más hermosos años de su vida. Nunca se atrevería a contradecir los designios de Dios.
Llegó hasta donde se encontraba la cruz que señalaba el sitio donde reposaban los restos de su alma gemela transcurrido un año tras el confuso accidente. Depositó unas flores y abrió una botella de vino. Dejó un vaso en ofrenda y el suyo lo bebió rápidamente, de un trago. Luego, pensó que el destino había sido cruel o que Dios tiene unas muy misteriosas maneras de comportarse. ¿Por qué la muerte no eligió al revés? ¿Por qué Dios se lleva a los mejores? Entonces acarició las letras talladas en la cruz del cementerio con el nombre de su amor: Paolo.
Gubbio 2010
Sur-realidades