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Si Menéndez hubiera sido Moscardó
A mi padrino Ricardo
El 13 de junio de 1982 la política por medios cruentos inglesa intenta sostener su ambición y cinismo colonial en las Islas Mavinas. Los soldados argentinos defienden la patria celebrando con su sangre la reivindicación de un pueblo que vuelve a estar unido en tierra, que es cuerpo, y en moral, que es espíritu.
Las batallas en la Isla Soledad son cuerpo a cuerpo. Aún resta por ver qué sucederá en la Gran Malvinas, y si el invasor intentará enmendar sus intentos fallidos por penetrar el continente. Bombardear la capital del país también pareciera estar en los planes piratas, y ya se sabe, que ellos tienen la bomba y que no temen en usarla.
Los soldados argentinos combaten con la herencia del heroísmo de varias sangres que ahora se entremezclan hermanadas en el mismo campo de batalla, bajo la misma bella bandera celeste y blanca. Los invasores vienen de distintos países del Reino Unido, cuales súbditos cómplices, y con el padrinazgo necesario de los Estados Unidos. Y hay sangre en la turba y hay sangre en los montes, y todo honor en los corazones de los defensores.
1200 horas del 13 de junio. Primera comunicación telefónica entre el General Mario Benjamín Menéndez y el General Jeremy Moore. Sucede en el puesto de comando argentino, y el único testigo es un Teniente Coronel ayudante del mismo y que oficia de traductor.
Menéndez – Aquí el General Menéndez, hable.
Moore – Aquí el General Moore. Exijo la inmediata rendición para proceder al cese de hostilidades. Continuar con las acciones significará pérdidas civiles y mayor derramamiento innecesario de sangre. Ordenaré atacar el pueblo y es el defensor el responsable militar de sus vidas.
Menéndez – Señor, yo no le acepto dos cosas. La primera, que sea usted quien se me dirija y no el Almirante Sandy Woodward; la segunda, que me chantajee con matar a sus colonos. Seguiremos combatiendo.
1730 horas. Comunicación fallida entre la Task Force y el puesto de comando argentino. La suerte de las armas atraviesa una situación crítica. Los ingleses no pueden dilatar mucho más una definición. Un nuevo ataque aéreo exitoso argentino los pondría en jaque. Desde Buenos Ayres, se ordena a las tropas que contraataquen.
2215 horas. Comunicación entre el Comandante de la Fuerza de Tareas británico Woodward y el General Menéndez.
Menéndez – Aquí el General Menéndez, en su puesto de comando, hable.
Woodward – Habla el Almirante Woodward. Es usted responsable de todo lo que está ocurriendo en las Islas, y le doy un plazo de dos horas para que se rinda. Tenemos prisionero a su hijo.
Menéndez – Seguro que sí.
Woodward – Lo pondré en comunicación para que lo compruebe.
Hijo – ¡Pa!
Menéndez – ¿Qué tal hijo mío?
Hijo – No sé, estos dicen que me ejecutarán si no se rinde Puerto Argentino. Pero yo no soy más que cualquier otro soldado argentino.
Menéndez – Si esto es verdad, encomiéndate al Padre, grita un viva la patria y otro vivan los héroes de Malvinas, porque serás como uno de ellos. ¡Un abrazo de tu padre!
Hijo – ¡Adiós papá! ¡Abrazo de tu hijo!
Woodward – Le exijo que…
Menéndez – No hay más negociación, puede ahorrarse el tiempo otorgado y matar a mi hijo héroe, que las Malvinas no se rendirán porque estas islas que yo defiendo ¡son argentinas!
En la madrugada del 14 de junio las tropas argentinas coordinan un contraataque con maniobras conjuntas de la infantería de Ejército y de la Marina. La Fuerza Aérea sale a la caza poniendo en el cielo todas las naves disponibles. Buenos Ayres se prepara para ser bombardeada. La noticia de la ejecución del hijo de Menéndez emocionó la moral de todo el pueblo argentino y en especial de todos los soldados.
Es el mediodía. la primera ministro británica se comunica con la Casa Rosada, y por medio del embajador norteamericano, se pide terminar con los combates y buscar una salida airosa de la Fuerza de Tareas imperial enviada al sur.
El 16 de junio el General Menéndez, herido en la frente por las esquirlas de los últimos bombardeos, recibe el cuerpo de su hijo envuelto en una bandera argentina. Solicita nomás que sea enterrado en el cementerio que habrá de crearse en Darwin, y sólo pide que cuando él muera, lo entierren junto a su hijo y el resto de los héroes.
MMXIV
Madrid
Tin Bojanic
Angustia en el Marjan
El Marijan es una colina y es un parque referencial de la ciudad. Tras haber rezado con los pies ensangrentados en la Iglesia de San Francisco, decidió ir a pasar la noche a dicho parque, buscando la altura máxima del mismo.
Con un esfuerzo violentado por las heridas, tras una caminata muy lenta y dificultosa mientras caía la noche, llegó hasta el sitio y lugar que le parecía propicio para dejarse desplomar sobre algo de pasto, sobre algo de tierra. Observando el cielo parecía tener la mirada dormida, con los ojos abiertos parecía no estar viendo.
Entonces pensaba sobre si estaba haciendo lo correcto, o si estaba haciendo lo que era debido. Tanto tiempo se había preparado y parecía no estar satisfaciendo las exigencias que había imaginado. La realidad lo estaba superando o en realidad quizá estaba rindiendo tal cómo se lo esperaba. Entre el para qué de estar haciendo lo que estaba haciendo y entre el amor por su destino, le respondía el cuerpo con pequeñas lágrimas.
Se sintió solo. Sintió que había fracasado tal vez. Sintió que todo eran tan necesario como innecesario a la vez. Que lo que hacía bien no cambiaba al mal, y que, si estuviera haciendo algo mal, el bien tampoco quizá lo estuviera notando.
En toda existencia, por más breve o prolongada que sea, para aquellos que deciden pensar y sentir quiénes son, hay replanteos que ensangrientan el alma, o que dejan confundida a la muerte. Pero ese coraje de plantearse una y otra vez, de revisar el significado y validez que le damos a cada respiro, eso es tarea de muy pocos, de quienes tienen vocación de sacrificio, de heroicidad.
Pidió en la noche que su vida cumpliera con un significado. Recordó que su vida, dependía de él, podría dejar las huellas de un mensaje y de un sentido para con su creador, y para quienes lo hubiesen conocido.
Tin Bojanic
Fragmento de «Un espíritu en el Mar Adriático» del libro SUR-REALIDADES
Poetas de Buenos Ayres
Amerika
A Mate Bojanić
Stari Grad, Isla de Hvar, Dalmacia, principios del siglo XX.
Los botes se hamacan en el agua. Allá regresa Jure de pescar. Y en la terracita del café está Vlado. No sé si debería estar aquí sentado frente a la bahía observando el pueblo de esta manera, que no me hace bien. No sé si sería mejor erradicar de mi memoria todas estas imágenes. Porque si estoy dispuesto a comenzar una nueva vida en algún lugar lejano, todo esto me comerá el corazón. Pero quién me creería si dijera que algún día me olvidaré de mi Isla y de mi gente, si algún día no querré regresar para ver, al menos, si alguien se acuerda de mí. Fumaría, pero no fumo. Menos mal, porque me fumaría una pipa grande como todo el pueblo. No quiero despedirme de nadie, ¡y aquí me expongo tanto!, ¿dónde está Nikola con su barquito? Sé que mi madre seguirá llorando acostada en su cama, porque le pedí que no viniese a despedirme hasta acá, porque le prometí que sólo aceptaré una bienvenida, en cuanto pueda regresar. Llora también porque sabe que no seré el último que deberá partir, porque el resto de los hermanos también, probablemente, lo haga. Papá estará ocultando sus lágrimas mientras trabaja; sé que por la madrugada vino a darme un beso antes de irse a trabajar y desde que discutimos sobre mi destino, no ha vuelto a hablarme como antes, y ha ido disimulando la despedida. ¿A quién le gusta las despedidas? Respiro el aire de mi Isla, la quiero inhalar para llevármela conmigo. Jure me saluda desde su bote, no quiere descender porque sabe que deberá tener que venir a mí, y prometimos no lagrimear, que ya somos dos hombres, que ya tenemos dieciocho. Ambos sabemos que está haciendo tiempo y que nada lo retiene en el bote más que el evitarnos. ¿Qué será de él que no quiere partir? A la falta de agua y de trabajo se dice que podrá haber guerra, que siempre la hay, una y otra vez. Vlado corrigió su silla en el café y me da la espalda. Los viejos saben que el pueblo se vacía, que sin jóvenes el futuro se acorta cada vez más en desaciertos. ¡Ahí está Nikola! Por fin.
Nikola – ¿Qué tal hermano?
Mate – Acá estamos, el bolso listo. Vámonos rápido, por favor.
Nikola – Sube. Dame la mano. Deja el bolso dentro y trae la botella de rakija que preparé para el viaje.
Mate – Vamos, por favor. Acá está la botella.
Nikola – Antes de partir, brindaremos por la Isla y brindaremos por tu suerte.
Mate – Bien, sí, brindemos frente al pueblo, živili! (salud).
No puedo dormir y Nikola se da cuenta que tampoco tengo ánimo para ninguna charla. El oleaje pareciera cantarme una canción de despedida. Porque podrá haber mar adonde vaya, pero no será el Adriático, no será el mío. ¿Qué ha sido mío verdaderamente? ¿Qué será mío alguna vez? Soy yo ante el mundo; yo desafiando al destino y entregándole mi suerte.
No sé cómo pude dormir. Será la botella de rakija vacía. Me despertó Nikola ante la imponente ciudad de Dubrovnik. Tengo muy tiernos recuerdos de la Perla del Adriático, pero ahora será la última ciudad de mis tierras que veré. Tantas veces se la intentó conquistar sin nadie haberlo lograrlo, y ahora quizá sólo la vengan a ocupar pacíficamente si sigue vaciándose de gente.
Nikola – Hermano, puedo dejarte aquí en las playas del sur de la ciudad…
Mate – Gracias, Nikola, aprecio mucho lo que has hecho por mí. Cuando vuelvas a la Isla dile a la familia que estaba contento, entusiasmado, cuando me viste partir.
Nikola – No me hagas mentir. Les diré que te fuiste entero y que volverás hecho todo un señor algún día. Toma, esto es algo que con mi señora decidimos darte. No es mucho dinero, pero te servirá para los gastos de abordo…
Mate – No, no puedo aceptarlo.
Nikola – No lo tomes como un favor, tómalo como un préstamo por si nosotros también un día debiéramos partir y unirnos a tu expedición. Porque voy a ser padre en algunos meses y querré lo mejor para mi hijo.
Mate – No sabía nada, ¡felicitaciones!
Nikola – Gracias… Mira, allá al norte de la ciudad pueden verse los barcos para ir a América. No los pierdas para no estar sufriendo de ansiedad por la ciudad hasta que lleguen otros.
Mate – No los perderé. Me voy… Nikola: Zbogom! (hasta siempre).
¡Qué grandes son estos barcos! El primero me dicen que va para Grecia y el segundo dice “Amerika”. Iré a hacer la fila para abordar e ir a América. Los más grandes hablan entre sí mientras la espera, los de mi edad mantenemos silencio. Claro, si estamos llenos de miedo. Todos le pagan a ese hombre uniformado; le pagaré también.
Mate – Voy a América…
Uniformado – ¿Qué dice allí? ¡Pague y suba!
Sí, ¿a quién le importa mi historia y mis preocupaciones? Algunos tienen camarotes. Yo podré dormir en el comedor cuando haya terminado el turno de la noche. No me estoy quejando, si esto ya lo sabía, si hace meses que me preparo para vivir, para sobrevivir, toda esta experiencia.
Franjo – ¿Hablas croata?
Mate – Sí, claro. Soy Mate.
Franjo – Franjo, encantado.
Mate – ¿De dónde eres?
Franjo – Korčula, ¿tú?
Mate – Yo soy de Hvar.
Franjo – Entonces brindaremos por las Islas.
Mate – Sí, pero ¿con qué?
Franjo – Tengo rakija compañero.
Mate – Muy bien entonces…
Franjo – ¿Qué edad tienes?
Mate – Dieciocho, ¿tú?
Franjo – Veinte. Así que si te sientes triste puedes hablar conmigo.
Mate – Hvala (gracias).
Franjo – ¿En qué puerto desembarcarás?
Mate – Estados Unidos.
Franjo – Pero este barco va para Sudamérica. Podrás desembarcar en Brasil o en La Argentina.
Mate – Pensé que iba a Estados Unidos.
Franjo – No, este va a Sudamérica. Allá en Buenos Ayres me espera un primo, pero no sabe que estoy yendo ni sé cómo lo voy a encontrar.
Mate – ¿Es grande Buenos Ayres? ¿Me convendría desembarcar en Brasil?
Franjo – No, Brasil no es buena idea, La Argentina es mucho más moderna y tienen políticas para la recepción de inmigrantes. Además, hay muchísimos dálmatas allá y eso te hará sentir mejor, eso imagino.
Mate – Sí, claro. ¿En qué idioma hablan allá?
Franjo – Español.
Mate – ¿Tú hablas español?
Franjo – No.
Mate – Yo sé una palabra: ¡Amor!
Franjo – Sí, también yo. Bridemos por el amor entonces…
Franjo y yo nos esquivamos por varios días. Es que él se sentía mayor que yo y que debía entregarme cierta entereza. Y tampoco yo quería que él me viera. Porque en alta mar todos lloraron, todos lloramos. Lloré una noche pensando en mi Isla, mi infancia, los rincones que descubrí y que hice míos, si es que hay alguna cosa que pueda llamarla mía. Lloré luego por mi familia, pensando en mi padre conteniendo las lágrimas en su trabajo y sintiéndose culpable, y mi madre llorando en la iglesia del pueblo rezando porque yo tuviese una mejor vida. También lloré por los amigos, y ya no sé porqué no me abracé con Jure, y ahora estoy enojado con él. Por último lloré por mi destino, por mi suerte, por sentirme desamparado. No sé porqué llevo este bolso haciendo tanta presión con mis manos si nadie me lo robaría siendo yo el que menos tiene de todos, y si no hay nada valioso en él. ¿Qué es lo importante que tengo? Me han dicho que tener dieciocho años, que tener la posibilidad de poder comenzar una nueva vida con más oportunidades. Ni eso que tengo lo tengo por demasiado ni por confirmado. Claro, si también iré sumando años y nadie me asegura si tendré, o nunca, esas oportunidades. ¿Por qué pensaré tanto? Algunos otros, me parece, van mejor preparados que yo. Buenos Ayres, ¿qué hay en Buenos Ayres? Voy a volver un día y le hablaré en español a mi madre, sí, se va a divertir con eso. ¿Qué está más lejos, Estados Unidos o La Argentina de mi Isla?
Estoy flaco, harto de navegar, nunca había estado tanto tiempo sin hacer tierra. No sé dónde habremos parado los últimos días pero cada vez veo más italianos a bordo. ¿Ellos entenderán español? ¿Qué está haciendo Franjo? Parece borracho.
Mate – Franjo, ¿qué pasa? Te tomaste una botella solo.
Franjo – Es mi cumpleaños.
Mate – ¿De verdad? Sretan rođendan! (feliz cumpleaños).
Franjo – “Gracias”, ¿te gusta mi acento español? Allá hay una mujer catalana que me está enseñando algunas palabras.
Mate – Eso está muy bien. Pero, ¿por qué brindaste solo?
Franjo – La mujer catalana me invitó a unos tragos. Me vio llorando en un rincón y le expliqué que era mi cumpleaños. Ella dice que está enferma pero yo la veo muy bien.
Mate – Entonces fue una botella feliz, compartida. ¿En qué hablan?
Franjo – En italiano, mi madre es italiana.
Mate – ¿Te gusta esa señora?
Franjo – Sí, me gusta mucho y hoy nos vamos a casar, si nos dejan…
Mate – No está mal sentir un poco de amor el día de tu cumpleaños. ¡Sé caballero!
¿Se habrán casado de verdad? Recuerdo el día de su cumpleaños que me dijo que lo harían. Ojalá así haya sido. También recuerdo que me dijo que ella estaba enferma, ¿qué le pasaría? Yo imaginaba que íbamos a ser buenos amigos. En realidad, fuimos muy amigos. Es con el último ejemplar de las Islas con el que hablé, y con quien lloré. Nadie me explicó nada muy bien, nadie habla mi lengua. Igual no lloré cuando sus cuerpos fueron arrojados al mar. Me quedé mirando cómo el agua los tragaba y se los llevaba al fondo cuando se supone que deberían ir al cielo. Se fueron juntos. Y tal vez mejor, irse así, con el último recuerdo de sus pueblos y no con la imagen de un lugar desconocido. ¿Por qué no lloré? Me habré cansado de llorar. Si los hombres no lloran tanto este viaje me estará haciendo hombre. En fin, la catalana y el dálmata volvieron al mar, volvieron a sus orígenes. Yo soy el único que no sabe adónde va. ¿Habrá rakija en Buenos Ayres? ¿Qué tomarán allá cuando están tristes?
Hay gran alboroto en el barco. Han vuelto a gritar tierra. Cuando gritaron Brasil no quise mirar, tuve miedo. No lo sé. Franjo me dijo que era mejor Buenos Ayres y se me ocurrió homenajearlo así. ¿La catalana, que nunca supe su nombre, iba para Brasil o La Argentina? Porque quizá se hubieran separado… Por eso… Tal vez mejor que hayan terminado así, juntos, aunque en el fondo del mar. Si no tenemos nada, si somos tan poco, ¿qué tengo yo? ¿Qué tendré alguna vez? Yo voy a ser siempre el mismo Mate, el que se forjó en Hvar, el que vivirá bajo el cielo que Dios se lo permita. ¡Cuánto escándalo! Entiendo que griten todos por la ansiedad de llegar a tierra, pero ¿acaso nadie se plantea lo que sucederá después? También yo quiero llegar, si estoy harto del viaje, harto de llorar, harto del mar, pero qué voy a hacer una vez que desembarque. Estoy sereno y eso es bueno, eso lo aprendí de mi padre. ¡Si me viera desembarcando en Buenos Ayres, en Sudamérica! Si mi madre me viera ahora curtido por el viaje, dispuesto a pelear por una nueva vida. Espero se sientan orgullosos, espero les haya transmitido algo de tranquilidad al partir. Espero confíen en mí. Espero volver a verlos. Se la ve linda a Buenos Ayres, cuántos barcos. Y llegó el momento de pisar tierra. Haré fila. Hay un policía que grita algo así como “os ke saen abla spaño aka”, “spañol no, aka”. Yo iré con los segundos, español no, yo no soy español. Soy dálmata, vengo de Stari Grad, Isla de Hvar. Deberé mostrar mis documentos. No sé si lo que estoy viviendo es real o lo estoy soñando. Se me viene una inmensa nueva realidad encima. Que Dios me ayude y, ojalá sea el último de mi sangre en tener que experimentar todos estos temores, de tener que sufrir tantas amarguras. Ya vendrá felicidad. Haré lo posible. Me lo prometo. Me la prometo. Pisé tierra, estoy en La Argentina. Franjo, llegué, tendrías que estar acá. Sí, sé qué debo decirle al policía al entregarle los documentos, Franjo, no me olvidaría, ni te voy a olvidar a ti, porque te llevo conmigo.
Policía – ¿País? ¿Edad? ¿Destino?
Mate – Hola Buenos Ayres, hola.
Madrid MMXI
«Como si nada hubiera pasado, otra vez está Carlos en la puerta de la Biblioteca Volver donde se encuentra su entrañable amor. Sin darle tiempo a ingresar lo detiene en la puerta el cuerpo de la mujer. Él sonríe, ella lo mira desencajada. El morocho intenta abrazarla y ella lo detiene pidiéndole explicaciones sobre por qué había regresado cuando en el último encuentro todo había quedado claro. Gardel la mira con gesto ganador y le dice que él sabe muy bien que ella aún lo ama y que no entendía por qué tanta negación a un amor que buscaba reconciliarse con el tiempo perdido. Ella, tomándolo de los hombros, con tono maternal y conciliador le dice que no se trata de rencor, sino, precisamente, de amor, que ella ya no lo amaba, y que debió haber estado equivocada cuando amaba a un hombre que sólo amaba a su leyenda. Después de unos instantes pensativos, el varón, le dice que por ella está dispuesto a destruir la leyenda y eliminar toda evidencia de Gardel de la historia y que, entonces, nunca se hubieran separado. Violeta lo mira confusa y le recomienda que se haga ver con un especialista, pero que ella no quería ni tenía intención de ayudarlo a resolver sus delirios».
Fragmento del cuento «Volver» del libro SUR-REALIDADES
Sur-Realidades
Angustias paralelas
En un café del barrio de San Telmo, una noche intensa, un hombre mayor en un viejo bar tomaba un vaso de vodka con la mirada perdida en la silla que tenía enfrente y vacía. A pocas cuadras de allí, una mujer también mayor, tomaba un té sola y en su departamento demasiado grande para ella y nadie más. Ambos habían perdido a sus respectivas parejas un año atrás. Ambos se negaban a creer que su amor estaba muerto y que a quienes amaron toda la vida los hubieran abandonado.
El hombre después de terminar su vaso lentamente, porque no quería apurarse a regresar a su apartamento donde nadie lo esperaba y porque ya no tenía muchas fuerzas como para controlar los efectos del alcohol, se arrojó a las calles empedradas sin rumbo, desesperanzado.
La mujer al terminar de tomar su té, sin azúcar por recomendación del médico, demoraba lavar la taza porque una vez limpia no tendría otra cosa para hacer, en cambio, teniéndola sucia pensaba que sí tenía una tarea que cumplir.
Ambos, sin lugar a dudas, sabían de la miseria de la soledad.
El anciano se detuvo en una esquina como si alguien se lo hubiera recomendado. Levantó la mirada y le causó curiosidad ver una ventana con luz entre muchas en tinieblas. La anciana quiso espiar a la calle y se asomó por esa ventana. Se miraron a la distancia sin poderse reconocer porque a los dos les faltaban los lentes. Se emocionaron de igual modo porque a los dos no les faltaba mirar con mayor precisión. Creyeron y quisieron reconocer en el otro a su amor, aquel que nunca aceptaron los había abandonado. Ninguno dijo palabra ni se movió de su lugar, temían que la realidad desvaneciera sus sueños.
Pasaron algunos años encontrándose de ese modo, ella en la ventana y él en la esquina, inmóviles. Preferían creer que esa otra persona era su pareja a considerar que el amor de sus vidas desapareció. Pero sabían que el paso del tiempo se los llevaría a ellos también y no querían que el otro volviera a sentirse abandonado. Entonces decidieron, dándose a entender por señas, que no volverían a verse para no sufrir el día que uno de los dos ya no asista a la cita.
Esa misma noche del pacto murieron sin sentirse solos ni abandonados.
Libro Sur-realidades
No puede morirse el amor
Despertarse sin haber dormido bien, angustiado, llorando. Levantarse sabiendo que la vida no será igual, no será la misma. Incorporarse en la cama y tener que soportar la insensatez de la soledad para luego tener que vestirse. Tener que elegir una corbata para ir formalmente presentable. ¿Cómo hacer esto? ¿Cómo, además, poder ingerir un café antes de salir? Todo carece de sentido cuando debe hacerse para dirigirse al entierro de una amada mujer con la que un hombre compartía los mejores años de su vida.
La muerte abrazó a Ximena con sus garras sorpresivamente en un accidente. La vida se rindió claudicando, como siempre sucede, sueños compartidos que, ahora truncados, repercuten en las vidas que aún quedan respirando.
Paolo la soñó viva en actos de ensueños breves e interrumpidos por sobresaltos que tuvo que sobrellevar durante la noche. Era cosa normal soñarla con vida, como cosa normal sería negarse a aceptar la tragedia sin acomodar las penas en los cajones de tristezas del corazón.
Sin levantar la mirada del volante, y sólo a través de reflejos, condujo su coche hasta el lugar del entierro. Soportó abrazos y besos de gente que no lograba reconocer. Oía frases entrecortadas y rumores sollozados. Todos confirmaban que ella estaba allí sin vida. Pero si ella estaba allí sin vida, entonces, es que ella ya no estaba allí.
Sólo levantó la vista y aceptó entablar un diálogo con un amigo de la pareja, Marcelo. El mismo que los había presentado cinco años atrás presintiendo que esas dos almas debían estar juntas. Con la naturalidad de siempre intentó consolarlo -cosa inútil- y por ello prefirió acompañarlo en el silencio, en la estupefacción. Se separaron del grupo y se refugiaron de las miradas detrás de unos árboles. Allí le confesó Paolo a su amigo que no se creía lo suficientemente fuerte como para resistir y soportar la partida de Ximena, y menos aún siendo tan repentina. Era el día primero desde la desaparición y ya había pensado más de cien veces en suicidarse. Eso fue la invasión de un terror aún más silencioso que heló sus almas.
Marcelo pensaba a gran velocidad alguna respuesta inteligente, algún camino que pudiera señalar para calmar la angustia de su amigo, la misma que él experimentaba por la solidaridad del cariño. Así, buscando algún pensamiento inteligente y veloz, sin pensarlo dos veces, y sin estar muy convencido, le sugirió que quizá fuera bueno contactarla en el más allá para poder dejarla en paz y él reanudar su vida. Porque casualmente hace unos días recibió por correo una gacetilla que ofrecía, entre otros, este inusual servicio con la leyenda: “el más allá más acá”.
No hizo falta convencerlo. Paolo aceptó enérgicamente la idea de poder lograr contactarse con Ximena. Quizá no para dejarla en paz o para consolarse con un último adiós, sino para planear juntos, tal vez, los próximos pasos de ese suicidio que aún vislumbraba, que aún premeditaba, aunque sin elaborarlo todavía en los campos decisivos de la consciencia.
Subieron al coche que había traído a Paolo y con espanto se alejaron de la escena mortuoria donde extraños personajes y turistas de la muerte hacen excursión cada vez que un alma se libera.
Al llegar a la casa de Marcelo, salieron los dos coordinadamente del coche a buscar en la basura aquella gacetilla que había llegado, tal vez predestinada, al buzón. Y tuvieron suerte, porque allí estaba, algo sucia, la posibilidad de intentar contactarse con los muertos. Al pie del papel había una dirección correspondiente a un barrio peligroso de la ciudad. Pero eso no despertó rarezas, porque hubiera sido menos concebible ir a hablar con la muerte a un sitio con suerte más luminosa.
Una hora después Paolo golpeaba la puerta de un apartamento con señas de abandono, donde sólo había un papel exactamente igual al que tenía en las manos, fijado torpe y torcidamente en la madera.
Una señora muy anciana de trato aniñado los invitó a pasar. Los sentó en una mesa triangular y les ofreció un té verde. Preguntó cuándo había ocurrido la muerte del ser querido y aclaró que si lograban comunicarse no había un precio exacto sino el que sugiriera el alma del solicitante. Rogó, sí, que algo dejaran por ofrenda.
Le hablaron de Ximena, de un torpe accidente que le quitó la vida, y de la desesperación de Paolo ya sin fuerzas para continuar viviendo. Acto inmediato la señora que nunca indicó su nombre, tomó las manos del viudo y cerrando los ojos comenzó a pronunciar unas palabras difíciles de comprender. Eran mezcla de un idioma gutural y de un lamento que parecía absorber alaridos. De pronto, tensó sus manos con lo cual Paolo fijó sus ojos en los de Marcelo. Todos habían comprendido que el contacto se había efectuado. Luego la guía por el mundo del más allá liberó las manos y comenzó a llorar desconsoladamente, como si sus fuerzas la hubieran dejado abandonada.
Paolo no lograba vociferar palabra alguna porque parecía comprender las particulares circunstancias. Pero Marcelo preguntó a la anciana qué sucedía y ella le respondió que no tenía fuerzas ni medios sensoriales suficientes para realizar el viaje espiritual que le permitiera hablar con Ximena, porque ella no se encontraba en el Cielo, sino en el Infierno.
Marcelo se desmayó y la señora intentaba reanimarlo. Mientras tanto Paolo se ponía de pie dejando su billetera, alianza y cadena de oro en una mesa triangular. Con rostro autómata y sin expresar palabra ni sentimiento se retiró del lugar al comprobar que su amigo volvía en sí.
Se sacó la corbata y la dejó caer en la vereda del edificio donde había estado en gesto de claudicación, en un ritual de despedida. Ni siquiera reparó en el coche estacionado cuando comenzó a correr en una decidida dirección. Conocía bien el camino que lo llevaría a una pequeña capilla en ese mismo barrio donde junto con Ximena habían dejado algunas ropas y alimentos en la última Navidad. Corrió unos diez minutos hasta llegar allí y encontró la puerta cerrada, la que abrió con rabiosa fuerza acorde a su necesidad inmediata.
Volvió a recuperar un paso normal caminando hacia el altar. Había poca luz allí, pero él estaba viviendo en unas tinieblas que ninguna luz podría disipar, pero que otra luz podría sí remediar. Así, aún con un rostro inexpresivo, se arrodilló y liberó las primeras lágrimas. Comenzó a hablar con Dios, como acostumbraba a hacer de manera coloquial cual respetuosa. No hacía falta aclararle al Ser Todopoderoso quién era Paolo y no exigiría ninguna explicación por la cual Ximena había sido enviada al Infierno. Desde que la conoció ella le había confesado que su vida no había sido perfecta y que había vivido experiencias que ansiaba olvidar definitivamente al lado de un hombre bueno como él. Pero nunca, tal vez, él había imaginado la veracidad o profundidad de aquella confesión.
Como si pudiera imaginarse el rostro de Dios buscó sus ojos y le habló de su idea de suicidarse para poderse unirse en suerte a su amada. Su suicido sería un pecado mortal pero la misericordia podría perdonarlo y, aún así, no ir al Infierno donde deseaba estar para sufrir junto a Ximena. La vida de ella había concluido y la de él, hasta el momento, había sido en términos naturales bondadosa. Quedaba la posibilidad de vivir el resto de su vida en la maldad para luego ser arrojado a los subsuelos del mundo regido por el Mal. Pero ese plan tenía la insoportable misión de tener que vivir sabiéndola a ella sola ahí abajo. Había que hallar una solución más urgente.
En desesperación religiosa comprendió que Dios no podría unirlos otra vez con lo cual sólo pensó en poder salvarla a ella de su destino. Hizo un pacto con Dios y una promesa fuerte. Sintió ardor en su alma y se desvaneció.
Era insoportable tener que despertarse a la realidad entristecida por la ausencia. La mano derecha permanecía protegiendo una cruz colgada al pecho, como si en eso pudiera entibiar su espíritu. Subió al coche y se dirigió al cementerio. No había más lágrimas, sino resignación, y una aceptación de los hechos. De todas maneras, quería rendirle tributo a quien había sido su pareja en los últimos y más hermosos años de su vida. Nunca se atrevería a contradecir los designios de Dios.
Llegó hasta donde se encontraba la cruz que señalaba el sitio donde reposaban los restos de su alma gemela transcurrido un año tras el confuso accidente. Depositó unas flores y abrió una botella de vino. Dejó un vaso en ofrenda y el suyo lo bebió rápidamente, de un trago. Luego, pensó que el destino había sido cruel o que Dios tiene unas muy misteriosas maneras de comportarse. ¿Por qué la muerte no eligió al revés? ¿Por qué Dios se lleva a los mejores? Entonces acarició las letras talladas en la cruz del cementerio con el nombre de su amor: Paolo.
Gubbio 2010