John Kelper 

Años después de que los ingleses volvieran a quitarnos nuestra bandera de las Islas Malvinas, ocupándolas ilegalmente por la única razón de su poder militar—poder que, por muy poco, no pudo ser detenido por la resistencia argentina—, nació John.

Tras una visita a Inglaterra, lo bautizaron, queda incierto si con afecto o desprecio, como kelper, como alguien que venía de muy lejos y que decía ser inglés. Nació en el pueblo de San Carlos, nombre que, aclaro, no estoy traduciendo.

Descendiente de galeses, tenía planes de visitar las colonias de sus antepasados en la Patagonia argentina—en la otra Patagonia argentina, en la Patagonia continental—donde todavía se habla galés. Creció intrigado por aquella nación que, según le decían, amenazaba constantemente la integridad de las islas, mientras los argentinos nunca dejaron ni dejan de proclamar que las Malvinas son argentinas.

Por eso mismo, quiso estudiar un poco al enemigo: intentó aprender español y desarrolló una obsesión con los modismos del Río de la Plata. Leyendo a Borges en inglés, más de una vez creyó que no estaba leyendo una traducción, pues el espíritu de aquel escritor podía ser inglés—dicen que argentino—y concluía siempre que era, en verdad, universal.

¿Cómo era posible que aquella nación salvaje, como le habían enseñado en la escuela, hubiera generado una mente tan genial y civilizada?

Borges escribía en los mismos días en que ingleses y argentinos se mataban muy cerca de la casa de John.

Un día, descubrió sorprendido que, por haber nacido en las Malvinas, los argentinos lo consideraban argentino y que, por lo tanto, podía tramitar la ciudadanía como cualquier otro habitante del territorio nacional. Entonces decidió indagar sobre esta posibilidad. Imaginaba que, tal vez, si la ley se lo permitía y lograba engañar a todo el electorado argentino sobre sus intenciones, podría incluso llegar a la presidencia y, desde allí, modificar la Constitución que reclamaba la soberanía de las islas.

Antes de viajar al continente, sabía en su fuero íntimo que no solo Borges había seducido su corazón. Porque, cuando nadie lo veía, en secreto, le gustaba ver una y otra vez los goles de uno de sus ídolos prohibidos: un argentino que había conquistado el mundo con la pelota, llamado Messi.

De hecho, pensaba comprarse en alguna tienda de Buenos Aires una camiseta oficial y se preguntaba dónde la escondería en su casa de San Carlos, para que nadie la viera o para que nadie lo considerara un traidor.

Así fue como John viajó al continente, con la excusa de conocer aquellas colonias galesas del sur argentino.

Al llegar a Gaiman, pensó que todos estarían de su lado, que celebrarían que fuera descendiente de galeses y que había una bandera británica plantada en las Malvinas. Pero se encontró con galeses orgullosos de sus tradiciones, sí, pero con un profundo amor por Argentina.

Le sorprendió descubrir que, en el fondo, les avergonzaba saber que descendientes de su mismo pueblo habían ido a la Patagonia—que tan buena acogida les había dado—para luego, años después, matar a sus hermanos.

Lo trataron como un igual, por ser descendiente de galeses, pero también por considerarlo un colono de la Patagonia argentina.

Se sintió confundido al no encontrarlos políticamente de su lado, aunque no se atrevía a discutir abiertamente. Persistía en aquella idea inicial de engañar a los argentinos para, tal vez, lograr un entrismo político que le permitiera tener poder dentro de esa nación enemiga. Creía que así podría proteger a su gente, la de donde él había nacido.

Las semanas se transformaron en meses, los amigos en asados, y lo trataban como una celebridad.

Le decían:

—Vos sos argentino, ¿no?

Y él se limitaba a sonreír.

Así fue como también conoció el tango.

En una milonga, se atrevió a probarse a sí mismo, a dar sus primeros pasos. Porque, si quería hacer política en Argentina, bailar tango le parecía una artimaña estratégica en la prosecución de sus fines.

Allí conoció a una pelirroja preciosa.

Juraría que la había visto antes, en una revista, durante su visita al Reino Unido. Se sorprendió al notar que ella no hablaba inglés.

Pero, rendido ante su belleza, después de varios intentos fallidos de que ella pronunciara bien su nombre, o tal vez porque no le gustaba cómo sonaba en sus labios, le dijo:

—Me podés llamar Juan.

Y ella respondió:

—Juan Kelper, entonces.

Una vez más, sintió la misma duda que había tenido en el Reino Unido: ¿se estaban burlando de él o le estaban diciendo algo bueno?

Se preguntó si, en el fondo, era un personaje extraño aquí y allá.

Toda su voluntad política, su imaginaria misión de desmoronar los argumentos de los argentinos, toda esa energía, la transformó y la orientó en la seducción de aquella pelirroja que bailaba tango y que, en sus sueños, era la galesa que soñaba conocer.

Cuando ella le dijo que se llamaba Elizabeth, y que podía decirle Eli, a modo de venganza por la imposición de Juan, él, todavía queriendo acomodar su deseo, le dijo que la llamaría Elin, como si fuera una chica de Cardiff.

Así fue como Juan y Elin fueron creciendo en el amor.

Mientras ella seguía siendo la misma, pero aprendiendo un poco de inglés, él comprendía que el enemigo no podía ser tan malo si él se estaba enamorando de una argentina.

A veces, turistas ingleses lo encontraban en Buenos Aires y, cuando él les decía en inglés que venía de San Carlos, en las Malvinas, muchos no tenían idea de qué hablaba. Algunos recién ahí se enteraban del conflicto de 1982. Algunos creían que había sido una batalla contra España, por Gibraltar.

Pero lo que más lo perturbaba era que no lo veían como un compatriota, otro hijo de la Corona. Ni siquiera le daban el estatus de alguien nacido en Australia o Canadá.

No sabían si mirarlo con los ojos turbios del pasado o con los de un futuro incierto, y tal vez vergonzoso, de la política exterior británica.

Notó que cada vez que se presentaba como John, suscitaba reacciones ásperas. Pero cada vez que se llamaba Juan, era celebrado, querido, bienvenido.

Inevitablemente, un día llegó la discusión con Elin sobre qué hacer a futuro.

Ella, que tenía un tío que había combatido en las islas, decía que no podía vivir allá si no flameaba la bandera justa.

Él seguía con sus dudas, sin saber verdaderamente de dónde era. Sentía que su identidad era un limbo, un parpadeo impreciso de la historia política mundial.

Decidieron tomarse un tiempo.

Él regresó a San Carlos con una camiseta de Messi escondida en el fondo de su maleta.

Al volver a su habitación, vio sobre su escritorio un libro de Dylan Thomas junto a otro de Jorge Luis Borges. Entonces, extrañó con una fuerza incontenible a la pelirroja que disfrutaba tener entre sus brazos mientras bailaban tango.

En una cena con su familia y sus mejores amigos, les contó sus intenciones políticas.

Siguió hablando de su misión secreta de alterar la moral argentina, pero cuando les mostró una foto suya y de Elin bailando tango en el barrio de La Boca, todos se miraron y sonrieron en complicidad.

Lo vieron tan feliz en su ambición política que nadie le advirtió lo evidente: habían comprendido en silencio cuál era, en realidad, su verdadera causa.

Tin Bojanic


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