Un verdadero guerrero termina de batallar sólo cuando Dios quiera
En las noticias se habla de la toma de un regimiento por parte de un grupo de sediciosos locales, comandados y, en parte, compuesto por elementos extranjeros. Era el mismísimo cuartel donde él había prestado servicio tiempo atrás. Habían ocupado la que fuera su casa, una casa de la patria.
El soldado se había preparado para el combate desde su ingreso a la academia, y desde su preciada juventud. Este hombre de armas estaba listo para entrar en batalla. El instrumento de la patria debía, hoy precisamente, cumplir con su deber.
Con la respiración agitada, se vistió de guerra; con la mirada furiosa, se presentó ante sus superiores para recibir la orden que todo buen soldado espera con impaciencia. Con la especialidad de comando sobre sus hombros, y tras su insistencia por entrar en acción, le concedieron “avanzar”.
Fragmento del diario de guerra (23 de enero, 1989): “Me armé con un FAL Para, 6 cargadores, cuatro granadas de mano EA-M5 y partimos en dos Ford Falcon hacia Puente 12 (intersección de la Autopista Richieri y Camino de Cintura). En ese lugar se instalaba el Puesto de Comando”.

Devoraba el terreno con la fascinación patriótica de sentir que el sol de su bandera lo miraba orgulloso. Así avanzaban, envalentonándose mutuamente, los símbolos primarios de la patria: el soldado y su bandera.
Ya dentro del campo de batalla, se probaba a sí mismo, descubriendo quién era realmente, en un escenario rodeado de muerte, donde la propia vida pendía de un hilo. Peleaba con los suyos, demostrándole al enemigo la violencia que suscita la defensa de cada rincón de la patria.
Tras resultar gravemente herido, su batalla personal en aquella contienda de sangre había terminado, pero su suerte aún no estaba decidida debido a las tremendas heridas recibidas. Allí, en el suelo, la adrenalina de los fusiles enemigos descargaban su furia.
Fragmento del diario de guerra: “Todo fue como en cámara lenta, veía los fogonazos y yo respondía al resplandor… Disparé otros dos o tres tiros y sentí un puñetazo en la parte derecha del estómago, a la altura de la cadera, volé literalmente, sólo recuerdo que grité: ¡hijo de puta!… No podía estirar la pierna pues me dolía como si me las arrancaran, y metía el puño en el agujero delantero para tratar de parar el torrente de sangre que sentía que salía”.
Mientras era trasladado al hospital, volvía a sentir su respiración, pero ahora muy debilitada. Lo que más le preocupaba era si esa batalla, interrumpida para él, sería victoriosa para su bandera. Al recobrar la consciencia tras ser operado, le dieron el mayor calmante: el sabor de la victoria, lo que le ayudó a sobrellevar el dolor por sus muertos y por sus heridas.
El soldado nunca deja de serlo. El buen hombre de armas sabe lo que es defender el terruño y lo que se siente al silenciar al enemigo. Ya fuera de las filas del ejército que lo formó y con el que combatió, volvió a escuchar noticias sobre un pueblo que iniciaba su guerra por la independencia. Invitado a un nuevo combate de causas justas, de pueblos que se defienden y de soldados que pelean el buen combate, recordó que muchos hombres extranjeros supieron luchar por la libertad de su país. Este nuevo desafío, otra vez, estaría acompañado por los estruendos de las bombas y los gritos del combate, que no tienen idioma ni tampoco inmediata confesión.
Tras batallar y liberar pueblos, su convicción en la causa por la que luchaba se fortalecía. Los hombres con quienes combatía le enseñaron, con sangre, las razones por las que, una vez más, vestía el uniforme de soldado.
Buscaba ver victoriosa a la bandera que defendía, especialmente cuando esta se convertía en emblema para otros pueblos que veían ensangrentados sus sueños, no sólo por empatía, sino por el ejemplo. Cuando se lucha por la libertad de un hombre en cualquier lugar, se está luchando por la de todos los hombres del mundo.
Fragmento del diario de guerra (3 de noviembre, 1994): “Tres años de amargura se me vinieron encima, pero también la certeza de haber encontrado la verdadera razón por la que estaba ahí. Éramos los primeros en liberar una iglesia… Apoyé el fusil en el suelo, y empecé a limpiar los escombros del altar mientras gritaba: ¡bárbaros!”
Para entonces había crecido como hombre en virtudes y como soldado por experiencia. Aprendió a controlar la agitación que produce el combate, pues ya no esperaba ansioso que le ordenaran avanzar; ahora era él quien daba las órdenes, aunque seguía peleando, reconociendo como único rango el alcance de su fusil.
Peleaba por sus actuales camaradas y porque debía honrar a quienes lo acompañaron anteriormente, como heredero de una estirpe consagrada, y porque debía ser el que había sido: una vez que se sabe quién es, ya no es posible abandonar el amor por el destino elegido.
Se preparaba una vez más para entrar en combate. Se encontraba entrenando a sus hombres para una última operación en unos días más. Ya había perdido la cuenta de las batallas libradas y había aprendido a medir las derrotas recordando a los camaradas caídos. Vestido de guerra y dando las últimas instrucciones a sus hombres, se preparaba para una nueva embestida.
Fragmento del diario de guerra (20 de noviembre, 1995): “Nos estuvimos preparando y en cuarentena para la Operación “GROM”, que tiene como objetivo la liberación de Eslavonia Oriental. Mis exploradores deben participar en un ataque a través de curso de agua, el río Drava, a fin de penetrar en Baranja. El principal problema está representado por los campos minados, el terreno pantanoso y el gran poder de fuego artillero al que nos veremos sometidos, pues los serbios usarán la artillería de campaña… Dispongo de un núcleo de veteranos que cuentan con tres o cuatro años de guerra. Nos conocemos y hay confianza mutua. Están motivados y cohesionados. Alrededor de ellos he incorporado a otros, en su mayoría veteranos de las unidades de infantería”.
Recordaba con nostalgia aquel combate por su bandera y su patria, y ahora volvía a recordar que estaba peleando por la soberanía de un pueblo, y por aquellos que, o no se atreven, o no saben ser soldados.
Podía ser la última vez. Quizá porque ya no quedaban causas por las que luchar, o porque estas no podían encontrarse. Tal vez sí existía un desenlace, pero sólo con la muerte de los cuerpos. Inmerso en estos pensamientos, se recriminó por pensar demasiado. Este no era el momento. Miró a los hombres que le rodeaban: todos asintieron con la cabeza, serenos y entrenados en ese gesto casi ritual, antes de recibir las últimas indicaciones. Alzó la vista hacia el cielo y buscó su bandera. Entonces, una interrupción lo sacó de su ensimismamiento: el parte de guerra anunciaba que todo había terminado, el enemigo se había rendido y las operaciones quedaban suspendidas.
No celebró. Observó a los hombres a su alrededor, maldiciendo por no poder acabar la guerra como la habían comenzado: peleando. Se habían preparado para una última misión que, con toda probabilidad, les costaría la vida, pero que marcaría el fin definitivo de la contienda. Por eso estaban decepcionados; porque no les parecía mal cerrar esta guerra como otros compañeros lo habían hecho heroicamente, y porque la victoria llegaba sin que ellos dieran el golpe final.
Él se sentó en silencio, mirando pensativo su fusil. Luego alzó la mirada y vio a sus hombres exigiendo algún tipo de explicación. Se puso de pie, respiró profundo y les habló con firmeza: era momento de descansar. Pero sabía —y les hizo saber— que un soldado no puede dejar de serlo. Un verdadero guerrero termina de batallar sólo cuando Dios quiera.
Ya en soledad, piensa en sus héroes argentinos cuando enfundaron sus espadas tras la victoriosa independencia, pues aquí tenía la suya. Una cosa ha sido luchar por la bandera de la patria jurada y en casa propia. Otra cosa ha sido luchar por una bandera a la que ofreció su lealtad con su vida, y defender aquella patria potestad que tienen los hombres históricos para con los pueblos que luchan por su libertad.
El soldado en cuestión es Rodolfo Barrio Saavedra. Es teniente primero del ejército argentino en la primera acción, la Batalla de la Tablada (1989). Es brigadier del ejército croata en la segunda acción, durante la Guerra por la Independencia (1991-1995). Es siempre y ante todo, un soldado y argentino.
Tin Bojanic
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