Me emociona recordar el momento en que nos conocimos. Creo que habíamos oído hablar el uno del otro, aunque ahora no estoy seguro, tal vez por mi lado un poco narcisista. De lo que sí estoy seguro es que yo solía escuchar a muchos hablar sobre vos: sobre lo linda que eras, con cuánta ternura hablabas, y la manera única que tenías de resucitar un corazón de cualquier tristeza. Incluso hubo quienes te criticaban, adjudicándote insensatas responsabilidades, diciendo que distraías a todos con tus tonterías. Pero yo siempre creí en vos. Cada vez que alguien mencionaba tu nombre, ponía especial atención, intentando reunir información, conocerte un poco más. Era apenas un niño, pero entendía que me estaba enamorando. ¿Quién dice que hay una edad precisa para caer en el idilio?
Llegó el momento en que viniste por primera vez a jugar a casa. Nos sentamos frente a mi escritorio y miramos por la ventana de mi habitación. Observamos las tonalidades del pino en el jardín, le preguntamos a mi perrita qué sentía al vernos juntos, y nos tomamos de la mano, escuchando un vals que nos vio bailar abrazados. Inmediatamente nos sentimos uno dentro del corazón del otro y latimos al mismo tiempo. Tomamos la pluma y escribimos nuestros primeros versos de amor, lo que primero sentimos, y aquello fue paz. Así de inmensamente sencillo se tituló mi primer poema.
Desde ese día, nos hemos visto prácticamente todas las tardes al regresar del colegio. Explorábamos mi jardín, caminábamos por las calles de mis tierras de Adrogué, disfrutando de cada palabra que compartíamos. Cada árbol era un amigo y cada empedrado una isla de sueños. Te llevaba de la mano a todos lados. Si estaba con un amigo, te autorizaba a escucharnos y te dejaba opinar, porque nuestra relación siempre fue absolutamente libre y plena de confianza. No me importaba que algunos no entendieran lo importante que eras en mi vida. “Cosas de niño” o “está bien jugar así cuando se crece” parecían justificar nuestra relación. Quizá nadie entendía que ese jugar era algo serio porque era importante, y nosotros sabíamos que el amor que nos teníamos, o para no comprometerte tanto, el amor que yo sentía, era el sol de mi mundo. Sé que te gustaba que mis padres te vieran como a una hija más.
Llegó la adolescencia y comenzamos a discutir. Muchas veces me recriminaste por volverme más serio o mostrarme más triste. Te notaba afligida cuando me veías hablar de temas sin ensueño, o cuando empecé a compartirte mis problemas, a revelarte mis angustias. Pero siempre te quedaste a mi lado, compañera fiel, acariciándome y acercándome los libros que me ayudaran a resistir, dándome la palabra justa cada vez que te necesité. Nunca me abandonaste. Fue entonces cuando empecé a admirarte y respetarte mucho más, porque ya no eras solo la niña con la cual jugaba. Te estabas convirtiendo en toda una mujer, y sentía que no necesitabas madurar más. Para mí ya eras eterna en mi corazón y en la vida misma. Confesar esto quizá sea un poco injusto, porque en una relación uno debería complementarse de manera equiparada, pero yo empecé a refugiarme en tu grandeza, y a veces me recostaba en tu pecho, atemorizado. Sin embargo, sabías que contabas con mi defensa incondicional, y que cualquier cosa que hiciera en la vida te iría dedicada, en agradecimiento.
Cuando despedí tempranamente a un hermano, te aferraste a mí, tal vez con miedo de ver que aquel corazón de niño que permanecía inocente se destruyera. Con tus manos hacías latir mi corazón, y con tus ojos te zambullías en cada una de mis lágrimas para hacerme ver la esperanza que siempre estuvo dentro tuyo. Me contagiaste tu religiosidad. Para entonces ya nadie dudaba que vos y yo planeábamos vivir la vida juntos.
Lanzados, entramos a la juventud. Hiciste que comenzara a sentirme escritor y confiaste en mí. Te prometí mi vida literaria como una nueva ofrenda de amor, de reencuentro con aquellas tardes de infancia que prometimos no olvidar. Me acompañabas en cada intercambio de tareas por dinero, necesarios para sobrevivir y mantenernos. Vos parecías no necesitar nada; jamás dejabas de sonreír y darme ánimo. Yo quería devolverte tanta ternura, y te complacía escribiéndote cartas y poemas, regalándote flores, besándote en cada rincón, paseándote de la mano por mi vida. Qué insignificante me sentía a veces, cuando parecía que tu vida consistía en brindarte a mí con todo tu genio y tu amor. Nunca me confundí; no era porque yo fuera más importante, sino porque tu bondad era infinitamente más grande que la mía. Aunque algunas veces me aproveché de tu entrega y creí merecer todo lo que hacías por mí, siempre terminaba aceptando que eras mi musa inmaculada.
Organizamos conciertos y recitales, fiestas y asados; recorrimos escenarios de cines y teatros, cafés y tanguerías. Pero vinieron tiempos difíciles y las circunstancias intentaron separarnos. El naufragio y las amenazas llegaron a mi tierra, y tuve que cruzar la frontera. Hablo solo por mí, porque vos siempre tuviste un aire internacional, nunca te importaron las banderas, y no había idioma que no sonara como tu lengua materna. Esto no le quita mérito a tu invalorable compañía en las mudanzas y los desafíos, cuando lo importante era estar juntos. Lo importante era estar a tu lado. Así cruzamos mares y cielos, y caminamos por el mapa hasta desfallecer.
Como toda pareja, tenemos nuestras rutinas, pero deberíamos llamarlas rituales. Seguimos bailando con cada tango, saboreando cada palabra compartida en un mano a mano de mate, leyendo hasta quedarnos dormidos y preocupándonos por cada catástrofe mundial.
¿Cuánto tiempo llevamos juntos? Hace veinte años comenzamos nuestro romance, y lo hemos engrandecido con cada gesto de amor. Quiero agradecerte por este aniversario y decirte que no tengo sueño más preciado que seguir así, con mis ilusiones junto a las tuyas. Has sido mi amiga, mi compañera, mi amante, y hoy quiero que seas por siempre mi diosa, casándonos con este beso que ya tiene forma de prosa poética, porque no podría ser de otra manera. Hoy vuelvo a declararte mi amor, a decirte que soy tuyo, aunque también te siento como mi propia carne. No se te ocurra dejarme, no dejes que se me ocurra dejarte. Hoy quiero que brindemos, que celebremos y nos prometamos más felicidad, la que nos da el sentirnos unidos. Sabemos que, si seguimos así, podremos no solo satisfacernos a nosotros mismos sino también esparcir esperanza a los demás. Seamos para que otros sean.
Por último, quiero reafirmar cuánto te amo y cuánto deseo que sigamos siempre de la mano. Latirte, sentir lo imprescindible de estar a tu lado… ¡ser con vos poesía!
Barcelona 2008
Tin Bojanic
Descubre más desde Reino de Albanta Ediciones
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario