El Guapo

Diario de viaje de un poeta

Como todas las noches fui a comer a lo de un hombre con el que charlábamos de política e intentábamos cambiar el mundo. Cuando era su turno para hablar se entusiasmaba tanto que no notaba cuando su sobrina cambiaba mi plato de comida por otro lleno. Al terminar de comer saludé al señor y le guiñé el ojo a ella agradeciéndole su picardía. Salí a la calle y me metí en un bar que parecía el más popular. Pedí un trago y me puse a conversar con el cantinero. 

Me sentía cansado y decidí marcharme pronto para dormir lo suficiente y recuperarme de tanto caminar. Creo que desde que había salido de mi casa en Buenos Ayres no dormía como correspondía. Sequé el vaso y me dirigí a la puerta. 

Cerca de la salida había un descanso de una escalera. Allí me encontré con dos chicas que no llegaban a los veinte y que estaban siendo golpeadas por tres ingleses robustos de unos treinta años. Una de ellas sangraba en su frente bañando su mejilla derecha. La otra, desconsolada, lloraba y gritaba en inglés que las soltasen. 

Los hombres se encontraban alcoholizados y no permitían que se marcharan cercándolas contra la pared. Se enfurecían más con los gritos de las chicas. 

Yo no entendía bien qué es lo que sucedía. Las razones, cuales fueran, jamás podían justificar esa cobardía de pegarle a unas chicas. No los enfrenté directamente. Sabía que siendo tres y muy grandotes la suerte no me ayudaría. Pero de ninguna manera iba a abandonar a esas chicas indefensas. Entonces me acerqué y les dije a los matones, en inglés, que yo conocía a esas atorrantes y que unos amigos míos y yo íbamos a darles su merecido castigo, que me dejaran salir con ellas. 

No sé si el argumento era muy convincente pero fue lo único que se me ocurrió en ese momento. Al mismo tiempo que mi mirada les señalaba la puerta a las chicas.  Tomándolas de los hombros empecé a guiarlas hacia la salida. Los tres brutos se miraron entre sí para luego mirarme fijo con el mayor desconcierto que nunca experimentaron. Debieron preguntarse qué loco era yo. 

Intenté acelerar el paso y antes de poder gritarles a las chicas que empezaran a correr sentí un golpe como una piedra en mi nuca. Me di vuelta rápidamente para insertarle otro bien fuerte a ese desgraciado que me pegaba ahora a mí también y por la espalda. Creo que nunca una piña mía fue tan certera porque lo tumbé. En esa fracción de segundo en que yo disfrutaba mi certeza recibí un trompazo fortísimo que creí me había sacado la dentadura. De mis labios saltó mucha sangre y manchó mi camisa mientras caía en brazos de las chicas. 

Al que había caído al piso no debía permitirle que se incorporara y entonces intentaba pisarlo mientras peleaba con los otros dos. La pelea era un desastre y nadie volvió a dar un golpe certero por las piruetas que yo daba intentando no recibir otro golpe tan fuerte. 

Las chicas gritaban y algunos espontáneos fanáticos de la lucha libre miraban entusiasmados ese combate desigual. No podía resistir mucho tiempo más y pronto iban a crucificarme. Les grité a las chicas que salieran pronto de allí, con la convicción que haría lo propio en cuanto pudiera zafar de esos desgraciados.  

Inmediatamente llegó la policía. Nos separaron y nos pusieron a todos contra distintas paredes. Con un árbitro en el escenario ahora pedía reanudar la pelea para acabar con ellos, enfrentándolos de a uno, pero no me dejaron. En cambio, pidieron identificaciones. 

Les entregué una fotocopia de mi pasaporte y al verla me tomaron de los brazos obligándome a callarme y quedarme quieto. Los ingleses mostraron sus papeles y se los devolvieron inmediatamente. 

Las chicas intentaban explicar lo ocurrido y los policías decían no entender inglés. Entonces les dije a mis defendidas que pidiesen a alguien que las entendiese para poder explicar la situación ya que me iban a llevar detenido. 

Sus gritos fueron escuchados. A los minutos llegó un oficial que algo entendía pero no les permitió declarar por ser “menores de edad”. Me parecía algo ridículo y protesté. Dejaron libres a los ingleses y me advirtieron que si me detenían abrirían una causa en la que probablemente conllevaría la deportación. 

Me ofrecieron entonces, generosamente, que me retirara voluntariamente de la isla. No era difícil la elección cuando en ambos casos me echaban del lugar. Preferí irme sin ayuda, ya me había divertido lo suficiente. 

Paseé con el patrullero hasta mi hotel donde retiré mis pertenencias  y me cambié la camisa. Me lavé la cara y después de saludar a la recepcionista le dije que me iba a buscar un lugar con agua caliente.

Mis chicas nos siguieron detrás, en su auto, escoltando a su héroe. Toda esa gente iba al aeropuerto de Eivissa a despedirme. En el camino les pedí un último deseo como prisionero de guerra. Quería saludar a unos chicos de Senegal que había conocido en la playa y hecho amigo en esos días. Tiernamente, los policías accedieron y uno de ellos me acompañó para presenciar impávido un abrazo de despedida tercermundista. Luego reanudamos la excursión policial. 

Llegamos al aeropuerto alrededor de las tres de la mañana y nos enteramos que el próximo vuelo a Madrid salía a las nueve. El oficial de policía dejó a sus subalternos con órdenes expresas de quedarse hasta verme partir y se marchó para avisar a las autoridades de la Ciudad de Mis Letras sobre mi pronto arribo. 

Inmediatamente llegaron también mis protegidas y la que sangraba ya tenía un vendaje en su frente. Faltaba que llegaran mis amigos ingleses, pero con el paso del tiempo perdí las esperanzas de que vinieran a despedirme. 

Como todo hombre detenido dicen que tiene derecho a una llamada pedí permiso para llamar a La Argentina a mi amigo Mel, con el que compartí años atrás una aventura en La Cuba, para que me sugiriese un nuevo destino. 

Accedieron y llamé a mi amigo que se sorprendió con mi aventura. Me tranquilizó el hecho que le hubiese gustado. Entonces hablamos de Suecia, Italia… pero debía ser un país con el que pudiera hacer una escala inmediata al llegar a Madrid para no encontrarme con ninguna autoridad que pudiera haber sido notificada sobre mi arribo conflictivo. Prometí enviarle un correo electrónico contándole mi nueva posición.

Con charlas de Malvinas y el Che Guevara entretuve a mis expulsores hasta la hora de partida. Como no entendían nuestra conversación, y probablemente de haberla entendido no les hubiese importado, las chicas quedaron profundamente dormidas hasta el momento de la despedida.  

Cuando llegó la hora confirmé mi vuelo a London sin que supiesen mis escoltas. Saludé a los guardias y les dije sonriendo que los veía más tarde en la playa. Desperté a mis chicas y me sonrieron agradecidas y emocionadas. Se sentían culpables y yo intenté que no pensaran de esa manera asegurándoles que no me sentía arrepentido y que había sido un placer haberlas podido defender. 

La que tenía el vendaje reflexionó un instante y me besó dulcemente. Quise decirle unas palabras que sellaran ese momento tan particular donde el destino había enfrentado nuestras miradas y lo impidió acariciando mi boca con su mano. Luego se marcharon sin volver la mirada atrás. No hubo segundo abrazo, no eran chicas de mi barrio. 

Pienso que no pude despedirme de Toti, Cacho y de Rodrigo. Me quedo pensando en ellos y despega mi avión a Inglaterra. Jamás había pensado que iría a visitar a los ingleses de esta manera, por haberme peleado con ellos en un bar de la Isla de Ibiza. 

 Conocer territorio inglés es conocer al enemigo. La primera vez que encendí un televisor a mis cuatro años de edad se grabaron en mí las imágenes de los soldados argentinos regresando de las Islas Malvinas después de la guerra en que nos las vuelven a quitar por la fuerza. Desde ese momento siempre quise conocer quiénes eran los ingleses. Sabiendo, por supuesto, que los pueblos no son responsables de sus locos gobiernos, sino que, por el contrario, generalmente son víctimas de ellos. 

(Avión a London)

Tin Bojanic

LA VIDA ES POESÍA


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