Decía que era poeta

«Su vida fue en sus manos

Como un reloj de arena.

Y un día supo que ya era tarde

Para comenzar de nuevo.

Pero amó, amó, amó…

Pedía que cuando se muriera

No le pusieran luces eléctricas

Sino velas, aunque fuera una,

a la cabecera, bajo del crucifijo.

Y que no hubieran palmas ni coronas

sino un manojo de rosas o de madreselva,

como los pobres; no esa exuberancia

cue les lleva a los que tienen

inmensos automóviles o son dueños

de lujosos hoteles-alojamiento.

Pedía que no la estorbaran

si alguna vieja le rezaba en voz alta.

Y que no lo acompañara demasiado gente

al cementerio.

Y que la fosa fuera cavada, eso sí,

en tierra fértil, y al pie de un árbol

si fuera posible.

Ah, y que se no dijera palabra ante sus restos,

o lo estrictamente indispensable

o un Padrenuestro.

Pedía que sus libros se donaran,

y lo demás se repartiera juiciosamente

y sin letrado, entre sus hijos.

Pedía que, como las buenas obras

nunca están demás,

se acordaran alguna vez del Cottolengo

y de esos que pasan a nuestro lado

con la mirada triste o fatigados,

que bien pudieron ser los amigos

que nunca tratamos, y que perdimos.

Y, pedía para su vanidad –es tan humano-,

que lo recordaran diciendo:

Decía que era poeta».

Rafael Jijena Sánchez


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