La vida del mar

Alo es una ola, pequeña y tranquila nacida en el Mar Adriático, que disfruta como pocas otras semejantes recorrer los mares, buscando aventuras y haciendo amigos. Con diversas ocasiones ha demostrado una gran destreza y creatividad. En todas las playas le aplauden cuando llega porque saben que ayudará a todos los niños que esperan con sus barrenadoras divertirse locamente con sus esfuerzos. Y  como tiene muchos amigos delfines, puede llamarlos para que acudan al rescate si alguno de los niños cae tras una pirueta arriesgada en aguas algo profundas. Pero entre todas las orillas siempre ha tenido por favoritas a las de Honolulu en Hawaii, porque cada vez que pasa por allí escucha que la gente se saluda con un “Alooooha” y se jacta cuando dice que es debido al agradecimiento que sienten por su buen desempeño como ola…  

Los padres de Alo creen que debería ocuparse en pensar qué hará de su vida más allá de divertirse con sus amigos marinos y comenzar a intentar conseguir una novia con la cual casarse y formar una familia. También sufre una presión agregada por saber que un día deberá hacer algo destacable por el buen nombre de su familia o por el bien de todas las olas del planeta. En cuanto a hallar una novia, cree que las mareas del destino le acercarán a la ola más tierna de todas con la cual salpicarán besos la vida entera criando olitas en felicidad.

Siendo invierno en el hemisferio norte donde está su casa, planeaba un viaje muy al sur, para reencontrarse con el verano y una muy especial empresa. Debido a la gran fascinación que siempre le han producido los mapas y sus ganas de probarse a sí mismo, decidió realizar algo que nunca en la historia del oleaje conocido alguna ola semejante había hecho. Siendo una ola salada quería adentrarse en la leyenda viviente del Mar Dulce e inscribir su nombre en las páginas célebres de la oceanografía. La expedición tenía entonces por nombre y rumbo ¡el misterioso Río de la Plata en Suramérica!

Sin avisar a nadie se despidió de su familia en las orillas de la Isla de Hvar y comenzó a nadar hacia el sur. Luego contorneó la Península Itálica para descansar brevemente en las playas del sur de Sicilia. Más tarde visitó a unos amigos en Sardegna que al oír su aventura decidieron acompañarlo hasta el encuentro del Mediterráneo con el Atlántico Norte apoyándolo en su misión. Alo junto a sus amigos dio vueltas alrededor de las Islas Baleares: Menorca, Mallorca, Ibiza y Formentera, ¡cuántas veces había ido a fiestas de cumpleaños por aquellas aguas! No planeaba despedirse trágicamente de su barrio del Mediterráneo pero no sabía muy bien cuándo volvería. Por ello sus movimientos eran  algo nostálgicos. Pero también, y es cosa cierta, sabía que estaba dando unos grandes nados en su crecimiento y muchas cosas cambiarían en su vida. Por esa misma razón es que, de alguna manera, se despedía de costumbres que quizá ya no haría en el agua tan a menudo. Porque cuando uno está decidido y se lanza a capturar el destino que nos espera resurgen vertiginosas emociones que, liberadas, pueden transformar todo lo que era habitual hasta ese momento. Entonces no fue extraño que mientras observaba las costas de Argelia o de Marruecos se planteara varias veces suspender la expedición. Es que la emoción por la aventura era muy intensa y quizá él no estaba preparado para eso. Es cierto que su orgullo no le permitiría regresar sin haberlo intentado, pero no era ese el impulso más grande que le daba las fuerzas para continuar. Su fuerza estaba en la convicción que allá en el Sur algo estaba esperándole. 

Cuando pudo reconocer a la Isla de Madeira en la inmensidad del Océano Atlántico Norte decidió quedarse allí a pasar la noche. Le costaría mucho conciliar el sueño debido a las grandes ansias de llegar a la meta fijada. Pero sabía que debía descansar porque después que saliera el sol estaba decidido a nadar ininterrumpidamente. Conocía muy bien, porque las había estudiado, las diferentes corrientes marinas que lo llevarían con menor esfuerzo y mayor rapidez. También contaba con encontrarse con algún delfín en alguna etapa, y no era porque les pediría transporte, ¡es que la risa de los delfines eran su melodía favorita y aligerarían la ansiedad del viaje! 

La madrugada llegó y Alo despertó a sus sales. Reanudó la navegación y su próxima parada sería el  noroeste de África donde están ubicadas las Islas Canarias. De allí cruzó a las Islas de Cabo Verde, límite de sus aventuras por los mares del norte hasta ese día, y fue feliz al cruzarlo. Comenzó a escuchar aplausos de aletas y reconoció a un delfín festejándole.

Alo – ¿Qué aplaudes delfín amigo?

Delfín – Te aplaudo Alo porque sé que es la primera vez que vas tan lejos.

Alo – ¿Nos conocemos? 

Delfín – Claro que sí, soy un delfín y has conocido a muchos y cualquier delfín son todos los delfines.

Alo – ¿Pero cuál es tu nombre? 

Delfín – Ya lo sabes, soy Delfín, y nada más. A nosotros no nos preocupa diferenciarnos entre sí. El rescate de un niño por parte de un delfín es el logro de todos, porque cualquiera de nosotros lo hubiera hecho de haber estado en ese lugar. 

Alo – Entonces quizá mi aventura no sea tan egoísta y la haga en nombre de todas las olas del mar. 

Delfín – Así me gusta Alo, que pienses colectivamente intentando hacer algo desde uno pero en función de los demás y no tan sólo para diferenciarte o lograr una gloria vanidosa. Porque la única gloria verdadera es la que puede ser compartida.

Alo – Entonces, amigo mío, ahora nadaré con renovada decisión. Cada ola del mar que encuentre será reencontrarme con los míos. Siempre he sentido al mar como un barrio inmenso que es de todos. Cuando llegue al río que pretendo lo sentiré mi casa como igualmente bienvenidas serán las olas del sur cuando quieran nadar por mi amado Adriático.

Delfín – ¡Mucha suerte Alo! Aunque no dependas de la suerte sino de tus verdaderas ansias. Todo será lo que busques que sea y nadie puede detener a la fuerza del mar.

Continuando el viaje y tras saludar a la Isla de Ascensión se dirigió decidido mirando al sudoeste imaginando encontrar en sus ojos muy pronto al Brasil.  Vaya la sorpresa que sintió cuando otra ola le indicó que ya se encontraba en Punta del Este, ya muy cerca de la boca del Río de la Plata. Evidentemente había nadado muy rápidamente y fueron varios los delfines que lo acompañaron. Necesitaba un descanso y pensó en continuar viaje con fuerzas renovadas luego de un merecido reposo. ¡Había nadado desde el Hemisferio norte al sur y atravesado el Océano Atlántico desde el este al oeste!

Muy temprano para el sol, comenzó Alo a dejarse llevar por la corriente, disfrutando del momento de poder ingresar en el Mar Dulce. Pero la fuerza de ese Río de la Plata parecía repeler el avance. Tuvo que hacer más fuerza de lo habitual y lanzaba exclamaciones dándose ánimo. Algunas olas que lo observaban sin entender le preguntaron qué es lo que pretendía siendo una ola salada queriendo ingresar en aguas dulces. Una y otra vez debía explicar sus ansias de querer ser la primera ola de agua salada que ingresara en el Mar Dulce. Todas las olas con las que hablaba se mostraban escépticas de poder llevarse a cabo esa misión y, aún cuando fuera posible, no lograban entender la razón de hacerlo. Ciertas olas le advertían que podía morir en el intento, otras decían que estaba prohibido que las olas saladas se juntaran con las dulces, y había quienes le aseguraban que sería tomado prisionero o expulsado por aquellas distintas aguas. A todo esto, Alo respondía que todas eran conjeturas y que, en definitiva, tanto las saladas como las dulces no eran más que agua, de diferente color y sabor, pero olas en esta vida.

A medida que iba avanzando podía observar que las aguas comenzaban a entremezclarse. Por momentos parecía que fuera mar azul, y por otros, oscuro río. Notó que debía hacer mayor fuerza al nadar en aguas del Río de La Plata. Las sales del mar que permiten una mejor flotación no se encontraban en esta aventura. Y Alo, como ola valiente, no pretendía dejarse hundir y formar parte de las aguas pasivas de las profundidades, aunque eso significara avanzar más tranquilamente. Él era una ola y debía permanecer como tal y en todo momento y bajo cualquier circunstancia, ¡siempre en la cresta! Donde fuera que debía llegar era su anhelo hacerlo como quien era, una ola, sin importar si alguien lo reconocería, porque los ojos de los seres auténticos pueden reconocerse a sí mismos sin falsía. 

Mientras navegaba adentrándose en el Río de la Plata saboreaba las nuevas aguas dulces. Intentó comparar el sabor con otros frutos de mar pero no halló nada parecido. Hubo alguna que otra ola que lo miró con recelo, y hasta una muy vieja le increpó por incursionar en aguas diferentes alegando que las aguas dulces nunca habían invadido a las saladas y que todo esto parecía una provocación irresistible. Pero Alo había sido educado en el arte de la conversación y no buscaba problema alguno. Bastaba con explicar sus sanas intenciones de búsqueda y exploración para que no fuera necesario batirse a duelo con ningún agua. En tiempos más imprudentes solía aceptar la afrenta de extraños que sólo buscaban molestar a los demás y entonces debía saltar para con su pecho golpear a la ola perturbadora. Pero siempre se increpaba a sí mismo, más allá de los aplausos insensibles que suscitaba, por no haber sabido resolver la situación con su discurso y tenerlo que hacer por la fuerza. 

No podía creer por instantes que se encontraba nadando en el Río de la Plata. Ese Mar Dulce que tantas veces había observado con curiosidad en mapas desde Europa ahora era su medio de movilización, su barrio temporario, o quizá lo fuera por siempre. A lo que, de pronto, pudo distinguir con sus ojos a la Isla Martín García. ¡Había cruzado el Río de la Plata prácticamente de este a oeste! Y para festejar, dio un salto de ola guapa y al caer cayó sobre una olita más pequeña, graciosamente bella, que tras el impacto expresó…

Olita – ¡Cuidado! 

Alo – Le pido me perdone, ¿qué puedo hacer por usted? ¿La he lastimado?

Olita – No me lastimó, pero sí me desconcentró. ¿Acaso no ve que estoy trabajando?

Alo – ¿Trabajando? ¿Cómo que trabajando? Las olas nadamos pero no le llamamos trabajo.

Olita – Mire usted, ¡aquí sí se trabaja! ¡Puff, puff! ¡Agggh! Me dejó un sabor salado tras el contacto, ¿acaso no tiene usted buen sabor? En fin, es un típico masculino…

Alo – Soy masculino y salado, pero dulce en mis sentimientos. Mi nombre es Alo y vengo del Adriático. 

Olita – ¿Del Adriático! ¿Una ola de mar? ¿Alo? ¡Gua, gua, gua! Alo es ola al revés… ¡Gua, gua, gua!

Alo – Para servirle bella olita. ¿Su nombre?

Olita – Estoy algo sorprendida, porque nunca conocí una ola salada, ¡y no sabía que tenían tan mal sabor! Mi nombre es Atiuga.

Alo – ¿Atiuga? ¿Y eso no es Agüita al revés? ¡Glug, glug!

Atiuga – ¡Mi nombre no es para reírse!

Alo – No se me enoje dulce agüita… Me le acercaré un poco para que vuelva a sentir mi sabor, que sé que no es tan malo. 

Atiuga – Mmmmm, no me convence, ¡es muy salado! Y yo soy agua muy muy dulce.

Alo – Lo que puedo decir de su sabor es que está muy rica, con toda verdad puede llamarse que es agua de una dulzura inexplicable.

Atiuga – ¡Bla, bla! Ya lo veo, masculino al fin, no importa si dulce o salado, siempre queriendo conquistar a las femeninas. 

Alo – No me juzgue mal, yo no voy por los mares mojando femeninas para enamorarlas, yo sólo quiero una olita compañera para salpicarnos juntos, y ahora que la compruebo, si es de salado a dulce y de dulce a salado mucho mejor.

Atiuga – ¡Basta ola europea!, que si usted viene a conocer es bienvenido, pero le voy a pedir que no interrumpa mi trabajo. 

Alo – ¿Cuál es su trabajo?

Atiuga – Es muy importante y necesario. Cada vez que los hombres vienen a arrojar al río desechos industriales, nos juntamos todas las aguas y unidas nos lanzamos hasta la orilla para bañarlos intentando comprendan su locura. ¡Están contaminando las aguas y debemos impedir que destruyan nuestra vida! Son tan torpes que no saben que ellos también dependen de nosotros.

Alo – Es increíble lo que me está contando. Me indigna saber esto. Allá en otros mares sé que ocurren cosas semejantes pero no conocí a nadie que se enfrente a estos malos hombres. 

Atiuga – Permítame decirle que nosotros lo aprendimos de ustedes cuando mucho tiempo atrás vinieron hombres desde allá a poblar estas tierras. Pero también trajeron algunas olas saladas en sus embarcaciones, las que nos instruyeron. Allá habían perdido la contienda y querían luchar por esta nueva. Y por aquí también la estamos perdiendo porque cada vez es más grande la contaminación que produce el hombre y buenas olas mueren secándose en distante orilla sin que las podamos rescatar. Porque el ímpetu por bañarlos a ellos hace que los saltos muchas veces sean desmedidos y ya no puedan volver al agua. Se han perdido grandes olas en esta lucha, y se pierden a diario. 

Alo – ¡Me siento agua del Ártico con esto que me cuentas! ¡No sabía nada! ¡Pero esas olas son unas heroínas! ¡Terminan secándose pero hacen que los hombres desistan de sus intenciones y mueren por el bien común!

Atiuga – Gracias por reconocer nuestra lucha. Pero la verdad es que lo único que logramos es bañarlos un poco y nada más. No logramos impedir que prosigan con sus ataques a la naturaleza. 

Alo – ¡No se logra nada! ¿Y por qué mueren entonces?

Atiuga – ¡Me sugerirás que nos quedemos quietas! ¿Qué no hagamos nada? ¡Intentamos dar un mensaje! ¡Nos sacrificamos por un mundo mejor! Antes los pueblos originarios vivían en armonía con nosotras y así como usted es salada y yo dulce y podemos entendernos, creemos que estas colonias europeas en América deberán entenderse con los modos de los pueblos anteriores.

Alo – Estoy fascinado con todo esto. No digo que me guste la situación, quiero decir que siento por vez primera una misión por realizar.

Atiuga – Pero si también puede hacer lo mismo en sus aguas. 

Alo – Y se hará. Yo les enviaré mensajes a mis amigos para que comiencen a actuar en el Mediterráneo, en el Oceáno Atlántico y Pacífico, ¡y en los siete mares!

Atiuga – ¿Por qué no va usted mismo allá para liderar el cambio? 

Alo – Es que yo no podré dejar su dulzura ni irme de su lado. No podría regresar y temer porque se seque en su lucha. En cada salto que haga yo estaré acompañándola, y si sucediera el salto más riesgoso querré morir a su lado.

Atiuga – ¡Ahí vienen los hombres! ¡Traen desechos industriales! ¡Quieren contaminarnos! ¡Viva la naturaleza! ¡Vivan las aguas limpias! ¡Vivan todos los que las defienden! ¡Saltemos juntos Alo! ¡Aaaaaaaguaaaaaa!

Esta vez Atiuga saltó muy lejos y no pudo regresar. Se secó cumpliendo su misión, pero no lo hizo sola, Alo estuvo con ella hasta que ambos se evaporaron. 

Barcelona, 2008

Desde la eternidad de mi infancia

Me emociona recordar el momento en que nos conocimos. Creo que habíamos oído hablar el uno del otro, pero no lo sé ahora porque puede ser que peque mi lado narciso. De lo que estoy seguro es que yo sí estaba acostumbrado a oír decir de muchos lo linda que eras, que con cuánta ternura hablabas, la manera única que tenías para endulzar un corazón resucitándolo de cualquier tristeza. Hasta hay quienes te criticaban adjudicándote responsabilidades insensatas como que por tu culpa distraías a todos con tonterías. Pero yo creí en vos. Desde siempre. Cada vez que escuchaba a alguien nombrarte ponía especial atención, intentando reunir información, conocerte un poco más. Era un niño pero entendía que me estaba enamorando, ¿quién dice que hay una edad precisa para caer en el idilio? 

Entonces llegó el momento en que viniste por primera vez a jugar a casa. Nos sentamos frente a mi escritorio y miramos por la ventana de mi habitación. Observamos los colores del pino de mi jardín, le preguntamos a mi perrita qué sentía al vernos juntos y nos tomamos de la mano escuchando un vals que nos vio bailar abrazados. Inmediatamente nos sentimos uno dentro del corazón del otro y latimos al mismo tiempo. Tomamos la pluma y escribimos los primeros versos de amor, lo que primero sentimos, y aquello era paz, y así de inmensamente sencillo se tituló mi primer poema. 

Desde ese día nos hemos visto prácticamente todas las tardes al regresar del colegio. Explorábamos mi jardín, caminábamos por las calles de mis Tierras de Adrogué disfrutando cada una de las palabras que nos decíamos. Cada árbol era un amigo y cada empedrado una isla de sueños. Yo te llevaba de la mano a todos lados. Si estaba con un amigo estabas autorizada a oírnos y te dejaba opinar, porque nuestra relación siempre fue absolutamente libre y plena de confianza. A mí no me importaba que algunos no entendían lo importante que eras en mi existencia. Cosas de niño, o está bien jugar tanto cuando se crece, parecía justificar nuestra relación. Quizá nadie entendía que ese jugar era algo serio, porque era algo importante, y que nosotros siempre supimos que el amor que nos teníamos, o para no comprometerte mucho, que el amor que yo sentía, era el sol de mi mundo. Sé que te gustaba que mis padres te miraran coma a una hija más.

Llegó la adolescencia y comenzamos a discutir. Muchas veces me recriminaste por volverme algo más serio o mostrarme algo más triste. Te notaba afligida cuando me veías hablar de temas sin ensueño o cuando comencé a transmitirte mis problemas, a develarte mis angustias. Pero te quedaste a mi lado, siempre compañera, acariciándome y acercándome los libros que me ayudaran a resistir, brindándome la palabra justa cada vez que te necesité. Porque nunca me abandonaste. Así, pues, comencé a admirarte, a respetarte mucho porque no eras la niña con la cual yo jugaba tiempo atrás, te estabas convirtiendo en toda una mujer, y también sentía que no te hacía falta madurar. Para mí ya eras eterna en mi corazón y en la vida misma. Confesar esto quizá sea algo malo, porque en una relación uno debería complementarse de una manera más o menos equiparada, pero yo comencé a abusar de tu grandeza y me refugié en tu pecho, más de una vez atemorizado. Eso sí, contabas con mi defensa incondicional y que cuanta cosa hiciera yo en la vida te iría dedicada, en placentero agradecimiento.

Al despedir tempranamente a un hermano te aferraste a mí, tal vez por miedo a ver que aquel corazón de niño que permaneció inocente se destruyera. Con tus manos hacías latir a mi corazón y con tus ojos te zambullías en cada una de mis lágrimas para hacerme ver a la esperanza que siempre estuvo en tu interior. Me contagiaste de religiosidad. Ya para entonces no había nadie que desconociera que vos y yo planeábamos vivir la vida juntos. 

Lanzados entramos a la juventud. Hiciste que comenzara a sentirme escritor y confiaste en mí. Te prometí mi vida literaria como nueva ofrenda de amor, de reencuentro con aquellas tardes de la infancia que prometimos no olvidar, para seguir viviéndolas. Me acompañabas a los diferentes intercambios de tareas por dinero que debía hacer para poder sobrevivir y mantenernos. Vos parecías no necesitar nada, jamás dejabas de sonreír y darme ánimo. Yo quería devolverte tanta ternura y te complacía escribiéndote cartas y poemas, regalándote flores, besándote en cada rincón, paseándote por mi vida de la mano. Qué insignificante me sentía cuando parecía que tu vida consistía en brindarte a mí con todo tu genio, con todo tu amor. Nunca me confundí, no era porque yo fuera más importante, era porque tu bondad era infinitamente más grande que la mía. Los dos sabemos que aunque algunas veces me aproveché de tus servicios y me creí merecedor de todo lo que hacías por mí, terminaba siempre aceptando que eras mi musa inmaculada.

Organizamos conciertos y recitales, fiestas y asados, recorrimos escenarios de cines y teatros, cafés y tanguerías… Pero vinieron tiempos muy difíciles y las circunstancias atentaron con separarnos. El naufragio y las amenazas llegaron a mi tierra y tuve que cruzar la frontera. Hablo por mí solo porque vos siempre tuviste un aire internacional, nunca te importaron las banderas y no había idioma que no sonara como tu lengua materna. Esto, de ninguna manera, le quita méritos a tu invalorable compañía las veces que tuvimos que mudarnos sabiendo los venideros sinsabores, cuando lo importante era estar juntos. Lo importante era estar a tu lado. Así cruzamos mares, cielos, y caminamos por todo el mapa hasta desfallecer.

Como toda pareja, tenemos nuestras rutinas, pero deberíamos corregir esa expresión llamándola rituales. Porque seguimos bailando con cada tango que escuchamos, seguimos saboreando cada palabra compartida en un mano a mano de mate, leemos hasta quedarnos dormidos y nos preocupamos con cada catástrofe mundial.

¿Hace cuánto que estamos juntos? Hace veinte años iniciamos nuestro romance y lo hemos ido engrandeciendo con cada gesto enamorado. Quiero por ello agradecerte por este aniversario y decirte que no tengo sueño más preciado que continuar así, mis ilusiones al lado de las tuyas.  Has sido mi amiga, mi compañera, mi amante, y hoy quiero que seas por siempre mi diosa casándonos con este beso que ya tiene formas de prosa poética, y que no podría ser de otra manera. Hoy vuelvo a declararte mi amor, que soy tuyo, aunque también te siento mi propia carne. No se te ocurra dejarme, no dejes que se me ocurra dejarte. Hoy quiero que brindemos, que festejemos y que nos prometamos más felicidad, esa que nos otorga sentirnos unidos. Sabemos inocultablemente que si mantenemos esto podremos no sólo satisfacernos a nosotros mismos sino poder esparcir esperanza a los demás. Seamos para que otros sean. 

Por último quiero volver a confirmar cuánto te amo, que quiero sigamos siempre de la mano. Latirte, sentir lo imprescindible de estar a tu lado… ¡ser con vos poesía!

Barcelona 2008

RIENDA SUELTA

Mi hermano poeta

Andrés Lucas Jijena Sánchez nació el 15 de noviembre de 1970 en Bahía Blanca, sur de la Provincia de Buenos Ayres. Personaje andariego y bohemio que sólo respetaba mantenerse iconoclasta. Con mucha juventud y poco pasado, siempre anduvo despreocupado por el futuro. Todo en su vida fue fugacidad y eclecticismo: jugador de rugby, guitarrista, cocinero, jinete, fabricante de patinetas…

Vivió sólo de las emociones y repartió afectos, que era todo lo que poseía. Tal vez sabía, en su sabiduría, que postergar las cosas en la vida era una torpeza semejante cual creer que la muerte era imposible que llegara un día.

La madrugada del 16 de septiembre de 1996, con un siglo de cicatrices talladas en tan sólo 25 años, su corazón se detuvo para que su alma pudiera finalmente liberarse y ascender para regresar al Padre.

Dejó dulces recuerdos, y por herencia, un cuaderno de poemas.

Barcelona 2 008