Sueño mariano

Sé que me desperté en la noche. Sé que soñé con María. Ahora, ya por la mañana, mientras rezaba el Rosario, lo recordé todo.

Muchas veces con anterioridad he tenido sueños premonitorios ya descriptos. También he conversado con gente que ya no está entre nosotros; y jamás olvidaré aquella inspiración diurna -que supongo divina como todo aquello bueno que pudiera yo escribir- cuando dejé por escrito el ensayo “Somos hijos de Dios”. Pero creo que esta es la primera vez que tuve un sueño de intensidad semejante frente a una entidad religiosa tal como la que representa la Virgen.   

Estaba allí, Ella, elevada, bellísima, con un blanco impecable de luminosidad perfecta y un celeste que endulzaba su presencia. Se encontraba Ella en gesto contemplativo y maternal observando hacia abajo, con conmovida y profunda ternura, hacia donde me encontraba arrodillado en un sitio de inmensidades y sin proporciones, donde la única luz era la que su imagen proveía. No sabría precisar si yo estaba solo o si había más gente admirándola, que no lo podía constatar y que no era condicional, porque lo que sucedía era sólo Ella acaparando toda la atención; pero tuve la sensación de no estar solo y que otros también compartían la belleza en su más alta expresión. 

Sentí calma, completa; sentí serenidad, perfecta. Simplemente la observaba en quietud, y en alegre paz. 

De pronto también pude percibir otras imágenes que parecían danzar cual protectoras de la Virgen. Una de ellas, suerte de monja celestial, de las muchas que comencé a notar le rodeaban, como si fueran ángeles de mujeres, descendió hasta donde yo me encontraba llamando mi atención. Entonces, esa entidad mariana, con ese otro rostro sin tacha como al que uno le reza, habló. 

No puedo recordar con precisión sus palabras pero sí con claridad su mensaje. En ese lugar universal, viendo a una María inmensa acompañada de esta suerte de monjas también brillantes en luz, pero que no encandilaban sino que serenaban, una de ellas señalaba con respeto y cabizbaja a María, y más precisamente a su vientre. Entonces dijo, o quizá lo dio a entender en mi corazón, pero que no hubo duda en mí sobre aquella revelación para mí: “no hay cristianismo sin María; Ella es la Madre de Jesucristo”. 

Yo, que siempre he creído que el único importante era Aquel que murió en la Cruz, y que todos los demás distaban lejos en mi categorización divina imaginaria, pude entender ahora el inmenso significado que tiene la presencia de nuestra Madre, la madre de nuestras vidas cristianas.

Costa Dálmata

Tin Bojanic ǀ RIENDA SUELTA 

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