Pedro caminaba con su bolsito por Barcelona en el año 2007. Sus pasos iban cansados por las lomas de Nou Barris buscando una dirección recomendada por una amiga. Este muchacho ecuatoriano había llegado a Catalunya hacía menos de treinta días. A pesar de los envalentonados consejos que le habían arrojado en el Consulado español de Quito, y a las exageradas versiones de sus conocidos que habían triunfado en la Península, su precaria situación desembarcaba en el Reino de España.
Pedro no tenía más fortuna que el hambre, que el sueño, que la suciedad y la desesperanza puedan cotizar. Cabizbajo, sin saber si esconderse o si gritar ayuda, intentaba hallar la dirección que protegía su puño en un papel asfixiado por temor a perderlo.
Al llegar al sitio vio una casa en construcción, tapada su fachada, y con una puertita maltrecha para el ingreso de los obreros. La empujó y se metió. Encontró allí un campamento de unas veinticinco personas mixtas, mitad dormidas, mitad sentadas en improvisadas sillas y con las miradas imantadas con el suelo. Dejó caer su bolsito y bajó la cabeza aún más, como si pidiese limosna, como si pidiese perdón.
Un muchacho peruano llamado Mario se le acercó y le dijo:
“¿Quién te dio esta dirección?”.
“Me la dio una amiga”, respondió Pedro.
“¿De dónde eres?”, volvió a inquirir Mario con tono desafiante.
“Soy de Quito, ¿tú también?”, se animó a preguntar con temor.
“¡De Quito, tú! ¡Yo soy peruano, joder!, ¿cómo vas a confundir mi acento!”, exaltó.
Otro muchacho que estaba presenciando la escena, Manuel, se les acercó y mirándolo a Mario con reprobación le dijo:
“¿Pero quién carajo va a distinguir tu acento Mario? A ver si nos dejamos de joder”.
Pedro con algo de alivio, mirando a Manuel le preguntó:
“¿Tú eres argentino?”
Manuel le contestó:
“Evidentemente no adivinás bien. No, yo soy uruguayo, pero qué más da, si somos todos náufragos de un mismo barco hundido… Oíme, macho, acá te podés quedar pero tenés que entender ciertas reglas… Yo soy de los más viejos y antiguos que vive en la casa. Eso no me hace jefe, pero como soy el más blanquito, si cae la policía, soy el que pasa por arquitecto y el resto simula ser mis obreros. Por eso, allá, tenemos unas herramientas para montar el circo cuando se requiera. Así que si viene la policía, te ponés a picar una piedra, a lustrar la tierra, o lo que sea… La comida se comparte, al que roba le rompemos la cara, no se jode con la mujer del otro, y, muy importante, si un día conseguís un trabajo, nos intentás tirar un hueso…. ¿De acuerdo?”
“Sí, sí, sí”, acordó Pedro mientras los otros miembros del campamento le saludaban o ignoraban por iguales cantidades.
Los días pasaban y no había mucho trabajo que hacer más que moldear con buenas intenciones a la esperanza que cada uno llevaba consigo, acariciándola para no dejarla huir. Algunos días no había comida y no entendía bien porqué sí siempre había algo de “cachís”, o cosa parecida, que no se podía beber.
Un buen día, según él, mientras deambulaba en búsqueda de esa oportunidad esquiva, a la vez que iba intentando no ser identificado por la policía por su aspecto evidente de sudamericano, encontró casualmente al Consulado del Ecuador en Barcelona. No sin miedo, ingresó. Preguntó si podían orientarlo para conseguir trabajo, y allí encontró una explicación y unos consejos que parecían ser la respuesta soñada. Le explicaron cómo se buscaba empleo en España, rápido y con seguridad. Pedro salió del Consulado con otro papelito prisionero en su puño, con una nueva dirección que buscar. Hasta allí llegó. Finalmente consiguió trabajo.
Al caer la noche, el muchacho de Quito, ingresaba con temple de orgullo en la casa de Nou Barris. Se encontró con el panorama idéntico de todos los días, del primer día. Allí estaba Manuel tomando unos mates con Mario. No esperó más y dijo en voz alta:
“Muchachos, tengo buenas noticias”.
“¿Sí, Quito? Contanos”, le contestó incrédulo Manuel, mientras Mario no modificaba un ápice su escéptica expresión.
“Conseguí trabajo. Desde esta misma noche. Ya firmé todos los papeles”, compartió feliz.
“¿Trabajo de qué? ¿Qué firmaste siendo ilegal?”, con tono irónico dijo el peruano.
“¡Me voy a trabajar para el Reino de España a una ciudad del sur llamada Melilla!”, parecía celebrar al decirlo.
“Mostrame esos papeles”, dijo Manuel. Una vez que los tuvo en la mano, volvió a hablar con un tono paternal: “Te enlistaste al ejército y no vas al sur de España, sino que vas al norte de África”, devolviéndole con pesadez los papeles.
“¡Qué ecuatoriano más gilipollas eres!”, gritó Mario.
Con el mismo tono paternal, Manuel, tomándolo de un hombro a Pedro, le dijo: “Bienvenido a España sudaca. Cuidate mucho y tratá que no te manden a ningún lugar peligroso. Ojalá llegues vivo al día que te den la residencia”.
Mario, con tono triste, volvió a decirle: “Qué gilipollas eres. Cuídate Quito”.
Con nervios, ansiedad y miedo, dejó Pedro la casa, con su bolsito, y muy confundido. Caminando fue hasta el puerto donde lo esperaban pensando porqué se habrán confundido los del Ejército mandándolo a África si él estaba en Barcelona. ¿Acaso África no estaba en problemas iguales como en Sudamérica? Quizá no, y por eso España estaba allí. Que al fin, no estaba regresando al Ecuador y también podría decir que había triunfado.
Međugorje 2013