Ya que venimos mencionando tanto esto de que las etiquetas sean negras, no quise faltar a la cita de leer el libro, y expresar mi opinión luego, sin que tuviera por momentos en la mesa, y por momentos en mi boca, algún contenido vestido de la tal mencionada manera.
Por escritor, por obsesivo, o porque me gusta la fascinación, le cuesta a uno leer un trabajo tan bien realizado sin preguntarse durante la travesía literaria de cómo lo habrá hecho y de cuánta satisfacción tendrá el autor al ver expuesta una muestra tan preciosa de su creación. Porque este es un libro que lo puede disfrutar cualquiera que no tenga ninguna idea de quién es Joaquín, ni del porqué de tanta molestia de hablar de un tal Sabina. El texto en sí vale la pena -y sin esfuerzo- disfrutarlo como trabajo de letras, y para que también sigamos queriendo al andaluz quienes sí sabemos de quién se trata.
A Christian lo conozco desde la publicación de mi primer libro, Reino de Albanta, y que tras las actuaciones de Luis Eduardo Aute -quien escribiera el prólogo- en Buenos Aires, intentaba vender entre quienes habían ido a ver a ese maestro (también algo de padre) de nosotros dos. No fue porque tuvimos la ocasión de charlar allí mismo en la Avenida Corrientes, sino porque generoso, como lo es él, luego escribiera un artículo sobre aquella pequeña querida obra que yo hiciera. Y así, porque uno siempre desea que sus amigos sean de ese modo, llenos de empatía y con ese bendito don de gente, comenzamos a escribirnos y a acercarnos. Me cuesta ahora recordar el orden de los hechos, o la agenda de mis viajes, pero otra vez coincidimos, también en la puerta de un teatro, tras haber asistido ambos a disfrutar de la voz -y otras bondades- de Adriana Varela, por otra avenida porteña que seguramente él, que documenta mejor yo, pueda recordar. Así, en mis vueltas por aquí y mis huidas por allá, intentaba coincidir para volver a darle un abrazo a quien tal vez, y quizá lo sea, fuera uno de los primeros periodistas -escritor y poeta- que realizara una nota sobre aquel primero librito mío (librito por lo de una cómplice mirada paternal). Como él sabía que me encontraba de a ratos por Madrid, me invitó a la presentación de su libro Tras las huellas del Capitán Sabina, en el café “Libertad 8” de esa ciudad. Harto ya de no coincidir, tal como también ahora se me hace eterno, volé de Croacia a España tan sólo para estar allí, para poder darle ese abrazo. Disfrutar, como siempre lo hago, cuando caigo nuevamente por mis bares de los mandriles y que, casualmente, ¿cosa rara?, han sido por el mismísimo barrio que tanto quiere Joaquín, era una deliciosa excusa. Recuerdo entonces especialmente, y esto no lo creo cosa extraña, la felicidad especial de su padre viéndole presentar el libro a Christian, sin saber demasiado yo, y quizá nada, de lo que sucedía con su enfermedad. Me complace, amigo, haber estado allí en ese momento tan especial, porque también yo, huérfano de padre idílico, sé de tu dolor.
A Sabina lo conocí en boca de Luis Eduardo Aute, cuando cantara esa bellísima canción que le rinde amistad, Pongamos que hablo de Joaquín. No resultó una rareza que también, además del poeta filipino, quedara encantado con los versos del nacido en Úbeda. Porque yo, que no soy canta-autor (más allá que Luis Eduardo lo insistiera), siempre los he sentido a ellos, y a varios de los trovadores de Madrid, unos señores que primariamente son poetas. Recomendaría a todos que leyeran las canciones de Sabina como poesías y que, luego, disfruten también, gentileza de un gran artista, que el mismo creador de esos versos nos los recite otra vez pero ahora en forma de canción, ¡qué ofrenda y qué maravilla! Lavapiés, La Latina, ¿han visto cómo se mueven los suelos de Tirso de Molina? Claudio, el mejor cocinero de Madrid y compañero de esos tiempos, sabe que yo sé que él lo sabe. Espero aquí, en este escrito, aprovechar y pedirle perdón a Joaquín por si alguna vez alguien creyó haberme osado intentar jugar con mi pluma, y con mi acento porteño, a usurpar la sonrisa de alguna de esas mujeres -de todo tipo las hay- que habitan los escondites de ese universo donde el Capitán Sabina me tuviera como polizón. Pues no ha sido tan sólo una vez, ni tampoco juré que no regresaría…
Se me ocurre, y me gustaría arengar en incentivo, agradecerle a Christian el trabajo que hace. Porque él escribe, con ese amor humilde, sobre aquellos que considera sus maestros. Pero yo creo, ¿será que él no lo sepa?, que se encuentra en el mismo taller literario manchado en tinta que él admira. Porque, quiero decir, que él, siendo poeta de los buenos, dedica su esfuerzo para acercarnos detalles necesarios de la vida de otros poetas, y correspondería que, y todo llega, se devuelva tanta dedicación desinteresada rindiéndole un homenaje semejante también a Masello: ¡pero qué difícil será si no es Christian quien lo haga!
Tin Bojanic
Costa Dálmata MMXXI
Reino de Albanta (itinerante)