Una cosa que me había quedado pendiente de la visita anterior. No creo estar seguro de llamar a estos viajes como visitas, como despedidas, o como instancias. Aquello que no había logrado coordinar fue que un sacerdote le diera el último sacramento, la extremaunción de los enfermos.
El padre fue Oscar, de la Parroquia de la Medalla Milagrosa, donde yo fuera bautizado, comulgado y confirmado. La recomendación fue de Fede, el hijo del otro Fernando que mencionara líneas atrás. Este buen hombre acudió a mi llamado, al de quien fuera uno de los fieles de aquella parroquia cuando él no era el párroco.
Nos reunimos en el comedor de la casa. Estaba el padre Oscar, Cristina, yo, y ese hijo de Dios que estaba siendo llamado al viaje eterno, Fernando José. Un Fernando José que decidió agregarse el nombre de Ignacio para rendirle homenje a su santo -convertido también en el mío- Iñigo de Loyola. Cosas del destino, cosas de Dios, el padre Oscar poseía un parecido fascinante con San Ignacio. Yo le miraba a mi padre recibir su última comunión y pensaba si él, en su desvarío, no pensaría que estaba cumpliendo su sueño de estar recibiendo la santa eucaristía por parte de su queridísimo santo a quien amó, admiró y persiguió toda su vida.
Mientras el padre realizaba el rito pertinente Cristina lagrimeaba mirando hacia otra parte y yo me aseguraba de hacer lo mismo pero en dirección opuesta donde no existiera la posibilidad de cruzar nuestras miradas.
El padre con su temple de soldado de Cristo continuaba con su labor en ese valle de lágrimas, tristeza, despedida, pero todo envuelto en un acercamiento con Dios.
TIN BOJANIC ǀ Artesano de la vida