Éramos unas doscientas personas alineadas contra la pared. Había niños, mujeres, embarazadas, hombres de todas las edades, gente muy mayor. Todos habíamos sido seleccionados bajo una única condición: debíamos ser unos doscientos argentinos.
Sucedió en la localidad de Burzaco, en el partido de William Brown. Todo fue en una de sus calles céntricas muy cerca de la estación de trenes.
Los captores se presentaron a las 8 de la mañana. Eran unos 20, entre hombres y mujeres, y todos muy jóvenes. Aparecían y desaparecían de escena con fantástica destreza. Uno de ellos, hombre de unos treinta años se mostraba como su líder, por cómo se desenvolvía y porque presentaba ropas más costosas, por haber comandado otros secuestros anteriores probablemente. Y había una mujer digna de admirarla en rudeza, que vestía a medias un uniforme (¿robado?) de la Policía Bonaerense y que se mostraba como lugarteniente del líder.
No hubo necesidad de confiscar los teléfonos de los inocentes, ya que todos eran nomás que pueblo: nadie tenía saldo para realizar llamadas y pedidos de rescate.
A las 0930 dejé la formación y me dirigí a hablar con el comandante del operativo, ante la sorpresa de mis ocasionales compañeros y miradas estudiosas de los malvivientes. El silencio de mis pasos generó mayor suspenso. Fueron unos cincuenta metros que debí caminar, y lo hice preparado para recibir cualquiera fuese el castigo que ellos hubieran previsto para situaciones como aquella. Todos permanecieron inmóviles y el jefe de la banda se posicionó para recibirme en su metro cuadrado de poder y falsa autoridad; miró a sus subordinados en gesto de suspender que interviniesen y me dejó hablar…
Yo: Señor, hace hora y media que estamos aquí sin saber cuál es la situación y quisiéramos…
Jefe: ¡A las ocho de la mañana se informó que nos quedaremos así hasta que nos regresen La Luz para poder continuar con nuestras operaciones!
Yo: ¿Sabe cuándo puede suceder eso? Que hay mucha gente que no sabe lo que sucede y el nerviosísimo irá en aumento… ¿Puedo saber cuáles son sus demandas?
Me retiró la mirada y ordenó a una de sus seguidoras que recorriera la fila humana diciendo que no habría cambio alguno hasta que no volviese La Luz, y que nos dejáramos de joder.
Era enero y verano. La temperatura iba en aumento. La gente, comenzaba a desplazarse muy suavemente buscando oportunidades de sombra. Nadie se animaba aún a sentarse en el suelo, ni los más ancianos se atrevían a sugerirlo.
Al comprobar que eran ya las 11 de la mañana me preguntaba si después de tres horas comenzarían los desmayos. Y comenzamos a hablarnos entre los prisioneros para darnos ánimo. ¡En eso descubrí que algunos habían caído en la trampa desde las 6 de la mañana!
Si tras cinco horas nada había sucedido para los primeros desgraciados comencé a imaginar que esa situación bien podía prolongarse indefinidamente.
Un italiano decía «yo tenía un país», una joven morocha suplicaba «me quería casar», una señora mayor gritaba «las piernas no me dan más», y una niña a su madre le reclamaba «¡diles que me hago pis!»
Decidí volver a hablar con el jefe. Serían las 1110 de la mañana…
Yo: Señor, los niños están muy asustados, las mujeres a punto de derrumbarse, las niñas conteniendo el llanto, las embarazadas terminarán muy mal, y he descubierto que hay varios extranjeros rehenes por error… La gente necesitará un baño, allí dentro hay sillas, ustedes tienen agua…
Casi en ese mismo orden que los fuera nombrando liberaron a mucha de la gente descripta… También, mientras se reían cínicamente de todos nosotros, comenzaron a ofrecernos emparedados y gaseosas a quienes pudieran pagarlos. Es decir, los captores hacían mínimo negocio ante la desesperación, mientras seguían reclusos en el silencio de la espera de La Luz, que para entonces, cerca del mediodía, nos preguntábamos si esa «luz» a la que hacían referencia no sería una proveniente del espacio exterior y entonces nuestra encrucijada fuera aún más demencial. Y quienes habían sido liberados no traían grupos de rescate… Pero algunos más lograron escapar.
Por allí se escuchó que a las 15 seríamos liberados. Eso nos dio fuerzas. El jefe se mostraba ya más disperso, como próximo a entregarse, y sentí -o soñé- que se disculparía… Y a las 1258 dos captores cruzaron la calle para no volver. Y a las 1302 otra de las malas mujeres huyó. 1315 un cuarto integrante arrepentido se fue. Todo parecía que la situación tendría un final anterior al previsto.
Entonces éramos unos cincuenta rehenes. Aún había ancianos, aún mujeres. Pero todos estaban por el suelo -literalmente- con la moral ya destrozada.
Yo sabía que podíamos vencerlos. Pero la pasividad del grupo engrandecía su menosprecio. Nuestra resignación nos llevaba a que no nos respetaran. La falta de solidaridad es la eliminación de la empatía, creyendo reconocerse uno mismo cosa diferente del otro.
Son las 1354. Dos monjas extranjeras le gritan al jefe y, jugándose las consecuencias, se retiran tomadas de la mano sin volver la vista atrás. Y una pareja evangelista nos reparte unas plegarias escritas con tinta roja en unos papeles callejeros.
El grupo malvado estaba ya disperso entrada las 14 horas. El jefe daba pena ya, y parecía haber pedido el mando. Su demanda se había desoído. Lo que pretendió jamás se comprendió. La gente nunca supo qué es lo que sucedía. Otros captores capitularon. La gente comenzó a cruzar la calle. Algunos padeciendo el síndrome de Estocolmo: saludaban a los malos con un adiós y alguna vez oí decir gracias…
Me abracé con una mujer muy bella de algunos años menor que yo y cruzamos la calle mirándonos a los ojos sin poder aún creer lo que habíamos vivido, sabiendo que esa experiencia nos cambiaría la vida, la vida que pudimos conservar.
Superado el miedo me detuve en la esquina y podía oír las risas de los captores de menor rango probablemente burlándose de su jefe, burlándose también de todos nosotros. Ninguno de ellos se habrá quedado hasta las 15 como habían dicho: no eran gente de palabra ni tenían las ideas claras.
Pero el jefe, tal vez sí, quizá aún se encuentre allí planeando volver a intentar su golpe en su teatro de operaciones donde fue y será rey: el Registro Nacional de las Personas de Burzaco. Donde mañana otros podrán caer prisioneros e irse privados de sus documentos nacionales de identidad, es decir, sin pertenecer a un Estado (que te obliga a pertenecer). Y yo siento que aún sin que podamos sentirnos -o lograr ser- miembros de un Estado, si los prisioneros nos hubiéramos sentido parte de una misma desgracia, quizá, y me hubiera bastado, hubiéramos sentido que por lo menos éramos sí parte de un mismo país.
Tin Bojanic
Tierras de Adrogué