En el país donde nací allá por los años ‘70 reinaba el caos. Por entonces desgraciados sujetos disputaban a muerte el poder. No era una lucha ideológica altiva, combatían por el liderazgo de sus egos. Pues siempre me ha costado diferenciarlos cuando todos ellos sólo sabían odiar. Ni el General de San Martín inspiraba por entonces a las Fuerzas Armadas ni el Comandante Guevara a la guerrilla. Se arrastró a gran parte de una generación idealista a una pelea de gallos para los viejos líderes negativos que negociaban con morbo su espectáculo debidamente organizado. Los métodos de lucha fueron horribles, pero se deberá condenar siempre más a los del bando de hombres formados en el supuesto honor militar o policial, porque cometieron todos los actos posibles amorales y cobardes. No hubo juicios ya que no había legalidad, ni fusilamientos porque no había convicciones. Lo que hicieron fue desaparecer a quienes declararon enemigos, entre ellos miles de inocentes, que tras torturarlos los arrojaron vivos al Río de la Plata.
Después de aquella barbarie, verdaderos héroes defendieron a la patria del quinto ataque británico y el segundo puntualmente en las Islas Malvinas (1806, 1807, 1833, 1845, 1982). En el aire, el mar y la tierra quedó el arrojo y sacrificio de memorables hombres inexistentes en la Casa Rosada de entonces y de hoy en día.
Muchos experimentos políticos acontecieron al regresar la democracia. Ninguno aportó soluciones, y un país destinado por su historia a la grandeza empobreció paradigmáticamente con una fantástica perversión.
A fines de 2001 con algunos amigos artistas planeábamos un Diciembre Argentino. Queríamos llevar una protesta original a la Plaza de Mayo y volver a decir, como sucedió en 1810, “el pueblo quiere saber de qué se trata”. Mientras definíamos qué es lo que montaríamos, por entonces surgió una movilización popular con alto grado de espontaneidad y, por supuesto, con mucho aprovechamiento político por parte de la oposición. Nuevamente, no sin derramarse vidas y sangre, el presidente tuvo que huir, y el pueblo pareció respirar esperanza como nunca antes lo había yo sentido. Es que cuando regresó la democracia era muy pequeño, y este tímido concepto en tierra argentina nunca logró ninguna de sus promesas. Surgía enhorabuena una oportunidad de cambiarlo todo, de intentarlo de verdad.
La gente pedía que se fueran todos, pero vinieron más amigos de los que nunca quisieron irse. La oposición logró situar a un hombre a dedo y a los pocos días, era de suponer, se tuvo que ir. Pero luego designaron a un segundo hombre, el que había perdido las elecciones contra el presidente huidizo, y vaya a saber qué legitimidad le daba eso. Se quedó y el pueblo pareció aceptarlo resignado. No sólo gobernó como si fuera todo un presidente electo sino que tomó medidas serias que ocasionaron problemas más serios. Y para darle impronta al proyecto que propiciaban dieron un mensaje en Avellaneda asesinando a dos muchachos en una protesta.
Por mi parte, nunca entendí cómo el pueblo expulsó a dos inútiles pero aceptó al tercero, ¿se había cansado? Lo que sé, es que yo sentí una profunda decepción porque me había ilusionado como nunca antes y, como poeta, tal vez más de lo prudente. Muchos pasamos de la euforia al mutismo.
Después de realizada una limpieza, o de un encubrimiento, que es una palabra que se le aproxima más a la dirigencia argentina, convocaron a elecciones, casi dos años después. Lo tenían todo preparado. El partido político del presidente que tuvo que huir en el 2001 tenía, por claro, pocas expectativas de voto. Y poco sería diferente si venían prestándose algo esencial como el ministro de economía. Pero había un grupo opositor sin tantas manchas que bien podía desafiar al oficialismo impuesto. Lo triste es que los amigos del presidente trucho –el que nadie votó- consideraron que lo mejor para su grupo de poder e intereses era presentarse en tres listas diferentes para bifurcar el caudal electoral y debilitar así cualquier posible oposición. Simularon ser enemigos acérrimos entre sí y fue un teatro que no divirtió a nadie. Por conclusión, uno del trío –les daba igual cuál fuera- fue designado presidente con menos de la mitad del padrón electoral requerido por la Constitución Nacional. Más burlesco aún es que ése que asumió fue el que se posicionó segundo entre aquellos tres en esa interna-abierta. ¿Los jueces y los congresistas? Asociados y cómplices en todo. Se había permitido que un mismo partido tuviera tres candidatos -no hubo la exigida interna partidaria- y que un hombre asumiera la presidencia sin la cantidad de votos estipulado por la ley. Las instituciones habían desaparecido. El pueblo y los medios de comunicación -en su mayoría manipulados financieramente- volvieron a conformarse con algo totalmente mediocre y absurdo. Mi desilusión ya estaba desbordada.
A un hombre, una vez más, le regalaban la presidencia del pueblo argentino y debía parecer legítimo ante el mundo en aquél triste 2003. Este ricachón con fuertes sospechas de cómplice con la Dictadura de los años ’70 decía ahora que la había combatido. Los que sí lo habían hecho sólo ganaron exilio o muerte, pero él se enriqueció como ningún otro. Cosa muy extraña.
Utilizando banderas populares comenzó a manipular al pueblo. ¡Siendo súbdito de los mandatos norteamericanos quiso fotografiarse con la Revolución Cubana! ¡Qué peligroso resultaba la instrumentación de tanta mentira!
Recuerdo dos artículos que escribí indignado. Cuando un hombre al que le asesinaron un hijo en un secuestro quiso manifestarse en la Plaza de Mayo, el gobierno, como respuesta, le envió unos matones con una contramanifestación para intimidarlo. Otro día, unos empleados estatales protestaban en un hospital y le envió unos barrabravas a silenciarlos. Muchos confundidos seguían apoyándolo como si fuera un mesías y no reconocían las señas de un sicario. Lo más terrible fue la desaparición de la prensa crítica. Todos los medios parecían acompañar este nuevo proceso de destrucción nacional. Como “escritor fantasma” de diversos diarios pude ver cómo me quedaba sin trabajo por oponerme a la Demagogia Dictatorial. Digo demagogia porque no fue democráticamente cómo accedió al poder, y dictatorial por sus métodos de gobierno.
Por mucho tiempo seguirán criticando mis análisis con retórica insensible. Pero los hay también quienes hoy en día defienden a los Bush y los hay quienes aún defienden a Hitler. Pero yo nunca fui engañado, ni nunca partidario de nadie en mi país: sólo del pueblo genuino. Me han acusado desde la izquierda y desde la derecha. Es que nunca entenderán que un poeta mira desde abajo como un niño ingenuo, o desde arriba cuando sus musas le permiten apreciar la realidad desde algún sueño elevado.
Manifestaba mi indignación en cada oportunidad que se me presentaba. Así llevaba mi poesía por La Argentina intentando abrir los ojos de los más ingenuos, o de los más rendidos. Hasta que un día, me abrieron los ojos a mí. Porque al salir de un recital de poesía, en el barrio de San Telmo de Ciudad Porteña, a comienzos de 2006, un muchacho se me acercó y me dijo que le gustaría presentarme a unos amigos que estaban desarrollando un proyecto político auténtico y revelador. Me pidió encontrarnos en un café días más tarde, dejándome muy curioso al igual que entusiasmado.
Lo sentí una alianza entre mi indignación y la esencia de mi vida. No toleraba más la situación reinante y siempre había querido participar en la transformación que nos llevara a una sociedad más justa. Pero no fue tan fácil atacar a la Demagogia Dictatorial, ni tampoco sobrevivir en el exilio por ello.
Barcelona, 2008