Nací en las Tierras de Adrogué, un pueblo a veinte kilómetros al sur de la Reina del Plata, donde la mayoría de sus habitantes tienen raíces, troncos, ramas, hojas. Ahí crecí, y durante veintidós años viví sin mirarle con demasiado afecto, sintiendo una profunda atribución al azar mi aparición bajo sus aires. No lograba maravillarme el entorno y por ello negué el destino recorriendo sobre rieles, pidiendo con insistencia, que Ciudad Porteña me dejase acortar la distancia entre mi desconcierto y sus grandes emociones.Como es natural en el hombre, a lo que ya se tiene se le conoce el efecto que produce, y lo que aún no se tiene alimenta el deseo de tenerlo, por imaginar un efecto tan sorprendente como desconocido. En cuanto a objetos materiales ese deseo es mediocre, aunque si responde a otra naturaleza que deleitará nuevas emociones surge necesario y verdadero.Siempre envidié a la gente que vive cerca del mar o la montaña; porque la fuerza viva del agua o la contemplación desde la altura nunca puede llegar a confundirse con la costumbre. Estoy seguro que, de mudarme a dichos lugares, jamás dejaría de maravillarme con los fantásticos paisajes cinematográficos que allí se encuentran.Así reflexionaba en la Ciudad de Mar del Plata, un verano estentóreo, mientras conversaba con el mar. Con los pies en desierto y salados los labios, leía de manera provechosa los escritos de Borges. Mientras me fascinaba con la brisa marina, él me hablaba de Adrogué. Hallé de ese modo una grieta cruel en mis ansias de alejarme de mi pueblo, por la cual se filtraba una acuciante duda; ¿había un engaño o la culpa la tenía mi proyección tan alta y ambiciosa que no me permitió ver mi alrededor más próximo? En cuanto a lugares se trataba, uno de los dos, estaba desubicado.Algo había escapado a mi observación y el pueblo que yo ignoraba debía tener el suficiente atractivo como para que un hombre de espíritu tan curioso e inquisidor liberara sus pensamientos. Donde yo no había visto nada particular otro sí lo había hecho. Representaba de ese modo el mismo papel que esa gente del mar o la montaña que yo consideraba no disfrutaban de su escenario como yo lo haría de ser ellos. A la vez que miraba hacia fuera, otros podían estar mirándome a mí, formándose entonces un círculo vicioso donde siguiendo una relación de causa y efecto, yo terminaría envidiando lo que ya tengo.Entonces regresé y quise conocer el misterio de esos árboles silenciosos que jamás me habían hablado a mí pero sí lo habían hecho con aquél escritor visitante que les recitó poesía, como quien intenta agradecer la belleza recibida…Queriendo sentir la misma percepción que sintiera Jorge Luis, decidí caminar entre los árboles de las Tierras de Adrogué buscando cuáles de ellos hablaron con él; presentándome tardíamente ante tan humildes y maravillosos estandartes de la naturaleza que, sabía, guardaban celosos secretos no sólo para mí.
Tierras de Adrogué, 2001
Fragmento del libro Secretos de la percepción